Siempre pensó que un hermano tonto no sería un gran problema. Pero ahí estaba, con la cólera en la mano y el revolver apuntando al blanco imaginario de aquellos ojos familiares. De espaldas aún, como él, contando los pasos.
Sabía que Felix no tendría miedo; ‘ya no tengo hermanos’, había dicho, ‘mi familia es mi pueblo, los míos, aquellos que beben del río en el que me emborracho cada noche’. Su mirada había perdido la ternura para siempre. Sólo el odio sobrevivía. Sólo el odio desesperado, turbio. El amor había volado, quizás, con las primeras litronas.
Habían acordado dar diez pasos, como concesión a la puntería. Una concesión al asesino formal. Pero Asier aún peleaba con sus escrúpulos y con su propia conciencia. Un paso, dos. El pasado le abordaba con los ojos de su hermano mayor. Tres. Aquellos ojos ahora negros, nublados por el odio al infinito. Cuatro. Sus pegatinas, su rock; aquellos pasos indecisos por la moda de llevar la contraria. Cinco. Su primer insulto étnico, político, como si votar fuera un examen de identidad. Seis. Se sentía mareado. Siete. Su hermano mayor, ahora más pequeño y débil, asustado; sólo, en su ciega manada de rebeldía. Ocho. Pena, asco; aún no podía creer que su hermano lo hubiera traicionado. Nueve. ¿Por qué? Por las pegatinas, por el nombre en la frente, por un pasado irreal que ni siquiera quería conocer. Diez. El tiempo había terminado. La conciencia, el amor, el estúpido orgullo de un error eterno. Todo. Nada. No valía el tiempo tanto olor, tanto llanto frío y seco. Sí, todo había terminado.
Asier giró, ya sin vida. Felix disparó, sin un resquicio de pasado. El hermano tonto quedó de pie, otra vez, contento, satisfecho de ser el fuerte una vez más. Asier murió ya roto en llanto, vacío. Sin madre, sin hermano, sin mujer, apartada de su lado por la misma bala culpable que bailaba entre sus venas. Muerto de un infierno, murió, seguro de que ese era el mejor de los caminos para un hermano bueno, mutilado del amor.
Sabía que Felix no tendría miedo; ‘ya no tengo hermanos’, había dicho, ‘mi familia es mi pueblo, los míos, aquellos que beben del río en el que me emborracho cada noche’. Su mirada había perdido la ternura para siempre. Sólo el odio sobrevivía. Sólo el odio desesperado, turbio. El amor había volado, quizás, con las primeras litronas.
Habían acordado dar diez pasos, como concesión a la puntería. Una concesión al asesino formal. Pero Asier aún peleaba con sus escrúpulos y con su propia conciencia. Un paso, dos. El pasado le abordaba con los ojos de su hermano mayor. Tres. Aquellos ojos ahora negros, nublados por el odio al infinito. Cuatro. Sus pegatinas, su rock; aquellos pasos indecisos por la moda de llevar la contraria. Cinco. Su primer insulto étnico, político, como si votar fuera un examen de identidad. Seis. Se sentía mareado. Siete. Su hermano mayor, ahora más pequeño y débil, asustado; sólo, en su ciega manada de rebeldía. Ocho. Pena, asco; aún no podía creer que su hermano lo hubiera traicionado. Nueve. ¿Por qué? Por las pegatinas, por el nombre en la frente, por un pasado irreal que ni siquiera quería conocer. Diez. El tiempo había terminado. La conciencia, el amor, el estúpido orgullo de un error eterno. Todo. Nada. No valía el tiempo tanto olor, tanto llanto frío y seco. Sí, todo había terminado.
Asier giró, ya sin vida. Felix disparó, sin un resquicio de pasado. El hermano tonto quedó de pie, otra vez, contento, satisfecho de ser el fuerte una vez más. Asier murió ya roto en llanto, vacío. Sin madre, sin hermano, sin mujer, apartada de su lado por la misma bala culpable que bailaba entre sus venas. Muerto de un infierno, murió, seguro de que ese era el mejor de los caminos para un hermano bueno, mutilado del amor.