martes, 22 de julio de 2008

Sicilia, l'isola piu bella del mondo

Don Vito nunca hubiera querido salir de Sicilia. Nunca habría muerto sin volver, derrotado entre algodones y billetes falsos. Porque Don Vito, al igual que su isla, olía a mar, y sabía a tierra y a olivos en primavera.
Él, que todo lo pudo y casi todo lo hizo, hubiera preferido la costa jónica a la marea de calles del Bronx. Volar por las calles de Taormina, entre la pizza, la arcilla y el teatro greco. Allí se habría asomado a ver la función, mirando al frente, entre el Etna y las claras bahías de Naxos y Mazaro. Volaría por sus calles a ras de cielo. Cogería el vagón de teleférico para visitar el mar desde cerca, desde dentro, entre las rocas y la sal de la Isola Bella, la hermosa entre las más hermosas.
A Vito le hubiera gustado también correr por Ortigia, la abuela insular de aquella Siracusa perdida. Cuando era niño, deseaba sus calles, sus laberintos de tiempo, sus helados al sol entre el arancini y la pizza de media tarde. Los mayores hablaban allí de una ciudad perdida en la guerra. Una guerra tan lejana como nunca hubiera podido pensar. Aquella Neápolis naufragaba en vida y mármol, entre jardines celestiales que escondían la oreja de un dios, que fue hombre, tirano y victorioso del Peloponeso.
A Don Vito le gustaba pasear por su isla, al son de la lira y el bigote. Un recuerdo ronco, ennegrecido por los años. Un tiempo que sabía no pasaba de la misma manera por aquella Sicilia de foto e historieta. Pero sabía que Agrigento seguiría siempre erguida, diáfana, eterna. Allí los templos seguían marcando el camino a navegantes de la historia. La Concordia, Los Dioscuros, Heracles, Hera. El sol los protegía del hombre y de la tierra, como no podía hacerlo en ningún otro lugar. Allí revivía cada año la esencia de aquella Sicilia perdida que Don Vito hubiera querido tener para siempre.