sábado, 6 de diciembre de 2008

La mierda de la identidad

Siempre pensó que un hermano tonto no sería un gran problema. Pero ahí estaba, con la cólera en la mano y el revolver apuntando al blanco imaginario de aquellos ojos familiares. De espaldas aún, como él, contando los pasos.
Sabía que Felix no tendría miedo; ‘ya no tengo hermanos’, había dicho, ‘mi familia es mi pueblo, los míos, aquellos que beben del río en el que me emborracho cada noche’. Su mirada había perdido la ternura para siempre. Sólo el odio sobrevivía. Sólo el odio desesperado, turbio. El amor había volado, quizás, con las primeras litronas.
Habían acordado dar diez pasos, como concesión a la puntería. Una concesión al asesino formal. Pero Asier aún peleaba con sus escrúpulos y con su propia conciencia. Un paso, dos. El pasado le abordaba con los ojos de su hermano mayor. Tres. Aquellos ojos ahora negros, nublados por el odio al infinito. Cuatro. Sus pegatinas, su rock; aquellos pasos indecisos por la moda de llevar la contraria. Cinco. Su primer insulto étnico, político, como si votar fuera un examen de identidad. Seis. Se sentía mareado. Siete. Su hermano mayor, ahora más pequeño y débil, asustado; sólo, en su ciega manada de rebeldía. Ocho. Pena, asco; aún no podía creer que su hermano lo hubiera traicionado. Nueve. ¿Por qué? Por las pegatinas, por el nombre en la frente, por un pasado irreal que ni siquiera quería conocer. Diez. El tiempo había terminado. La conciencia, el amor, el estúpido orgullo de un error eterno. Todo. Nada. No valía el tiempo tanto olor, tanto llanto frío y seco. Sí, todo había terminado.
Asier giró, ya sin vida. Felix disparó, sin un resquicio de pasado. El hermano tonto quedó de pie, otra vez, contento, satisfecho de ser el fuerte una vez más. Asier murió ya roto en llanto, vacío. Sin madre, sin hermano, sin mujer, apartada de su lado por la misma bala culpable que bailaba entre sus venas. Muerto de un infierno, murió, seguro de que ese era el mejor de los caminos para un hermano bueno, mutilado del amor.

jueves, 27 de noviembre de 2008

arte - Goya, la más hermosa de las pesadillas

Llegados aquí, bajo la estufa derrengada, al azar, en medio de un tenso sueño de pies fríos… llegados aquí, lo volvemos a ver; llegados aquí, como siempre, igual que en tiempos de Héctor y de Aquiles, de Plauto, de Atila, de Carlo, y de Bergerac. Igual que en cada oscuridad, el crono se viste de tiempo infinito, disfrazado de crueldad, sin careta.
Igual que ayer lo vemos, llegados aquí, en este ronco invierno que aún no vivimos, Saturno vuelve a devorar, a tragarse a sus hijos.

'Saturno devorando a sus hijos', Francisco de Goya

miércoles, 19 de noviembre de 2008

Al fin, sólo y libre en la trinchera

La luna vestía de frío y neón. El suelo era seco, aunque en aquellas horas los huesos sangraban del frío y la lluvia nocturna. Larga noche, pensó. ¿La hora? Cualquiera. Poco importaba ya en la trinchera, sólo, dispuesto como un botón entre la paja, cargado de orden, misión, soldado y muerte.
La muerte…, era tan distinta a como la había imaginado. Se había indigestado de cine negro y había llegado a creer que matar era más difícil que dejarse morir. Qué mentira tan consoladora, pensaba. Ahora conocía el olor, el sabor, el sonido final de la carne humana y nada podía enturbiar su fina conciencia. ‘La conciencia’, pensaba… ‘ahora volvemos a tener verdadera conciencia’.
Pesaba el tiempo a cada tramo de aire que desfilaba sobre su armadura de soldado. Pesaba el frío; la noche era ronca y llorosa y él estaba sólo una vez más, rodeado de enemigos, esperando un resplandor que despertara al gatillo. Esperando la hora de volver a caminar, a devorar o ser devorado. La luna caminaba en silencio en una noche de guerra solitaria. ‘Era esto lo que yo quería’, pensó, ‘lo que el mundo necesitaba’.
Aún podía recordar los amaneceres de paz. Volvía a aquellos días vagos, a aquella tibieza primaveral que había acabado por corromperlo. Recordaba el sol como algo tempestivo, como algo normal y perezoso, de todos los días. El IBEX subía con plato grande y la compra dependía del humor del jefe. La niña de la almohada de al lado solía quererle, o al menos creía querer, porque los libros y la tele la obligaban, pintando el ojo de un guiño mentiroso y poético.
Pero aquello acabó. El IBEX bajó al fin y la niña ya no supo si amar era la respuesta a las facturas, al mal humor, a la partida de ajedrez trucada que cada mes debía seguir masticando. El sol ya no era firme. Las ventanas caían porque no había quién las reparase y el cuchillo era ya la única salida al escalofrío severo.
Recordaba bien aquella cola del INEM, aquel juicio. La ONU, el presidente, el líder social desenfundado del cordero; las alas de un comando de cientos de miles de locos pidiendo armagedón, San Juan, 4 – 1.
El mundo vuelto del revés. Medio hemisferio desecho en rabia, el otro medio en levedad; el resto, seguirá existiendo en el olvido. Y después la guerra, sin honores. Gritos, sangre, destrucción y parlamentos; un Kalashnikov en cada mano y el hombre de regreso a su mundo animal.
La sangre ahora le corría en pausa. Los dedos humeaban frío, la luna mentía con su luz. Ni un grito más en las persianas, ni una vida menos hasta el alba. El tiempo marchaba y la luz bastaba para gozar en la guerra; la luz, el tiempo, la nada y él, con su bolígrafo calado. Habían pasado dos meses de campaña y la sonrisa volvía a decir la verdad. Ya no había disfraz, no había mentiras, no había besos porque sí ni palabras cagadas en medio del mar, del humano charco de vida en común. Ahora escribía historias en trinchera. Escribía el mundo tal como era. Escribía en pasión de verdad, escribía en cólera, en el fuego presente de lo que el ojo ve y no calla. El mundo tibio y perezoso se había acabado. El papel volvía a mojar palabras que nadie tenía por qué leer. Tranquilo y sólo sonreía al mundo, en paz sólo consigo mismo.

miércoles, 12 de noviembre de 2008

Literatura - 'A puerta cerrada', el castigo humano de Sartre

Hablar de Sartre me provoca apuro, la verdad. Y es escribir sobre él me huele a rancio, como a otro tiempo. Me suena a Tony Alcántara, al niño repipi que descubre lo hermoso del eco de su voz, al hablar de genios vagos, oscuros, pero genios de lo grandioso.
Jean Paul fue un tipo grande, de esos que quedan chupados por los libros de historia y de filosofía. De esos de trivial, de pregunta sonrojante, porque quién no sabe de su Náusea, de su yo, de su basta, de su hilaridad para con todo ser viviente y sonriente. Sí, Sartre es el tipo que ganó un premio Nobel y lo rechazó, por aquello del despego al arte instituido. El mismo tipo que reclamara después el dinero que se adjunta al mismo Nobel, por aquello del apego a los bienes bien instituidos. Sartre era el tipo que llenó al mundo de su mágica náusea, de su halo triste que hoy arrastramos por no entender bien aquello de la existencia y el decoro.
Pero hoy Sartre asoma por este rincón mentiroso por la mera vía de su letra; la una de ellas. ‘A puerta cerrada’, una obra simple pero nueva, calada con el ingenio del francés y su discurso, que en vísperas del armisticio mundial (1944) dibujaba temblores sobre el intelecto de la época, laico y pre-decadente, entre el infierno beato y el fuego del fusil. Fantasmas recientes, al fin y al cabo.
Aquí Sartre nos enseña el infierno desde sus entrañas. Un martirio tibio e infinito, formado por la mente del condenado. Un infierno propio y terrenal. ‘El infierno son los otros’, nos dice, mientras desmenuza los fantasmas de un infierno que poco tiene de divino y mucho de terrenal. El odio por el hombre, por los hombres. Por vosotros, que molestáis. Sartre se hace Dios, por un momento, para, una vez más, señalarnos como diablos.
'A puerta cerrada', Jean Paul Sartre

viernes, 31 de octubre de 2008

El canto del hombre triste

Creían que tendría el corazón alicatado hasta el techo. Al menos fingían creerlo, que es siempre la forma más fácil de calmar los ceños. Uno sólo tenía que hablar, gesticular, aparentar vida detrás de la cara, mientras pasaba el examen mental de los que esperan ver unas gotas bajo el párpado. Pero las gotas no siempre salen. A mí no, al menos; ¿será que soy fuerte?, ¿qué soy un hombre?, ¿el tiempo me ha hecho madurar hasta dejar el alma en hielo? Eso dicen, sí. Quizás por eso de la soledad; de que el lloro es siempre enemigo de las culpas.
La lluvia pesa hasta los huesos, en esta escalera. La calle escapa de sí misma, de las horas negras de un otoño que tenía que llegar. La calle enferma y sin embargo, el hogar parece ahora el peor de los inviernos. Hará frío allá adentro. La luz no existirá. Habrá llamadas llenas de sonrisas y risas cálidas detrás de las paredes. Alcohol. La botella seguirá en el armario, esperando a la decadencia, al bastardo espejo frío de los sentimientos.
La calle me pesa bajo los pies. El hogar está apagado. Debo volver, aunque ya no sé si puedo bailar. Me subo a la loma de un ciprés, y espero. Espero sólo, como de carrerilla. Espero el viento de este día gris. Espero que la lluvia deje de pesar, hasta los huesos. Espero un rato a solas que no quiero tener. Espero la llamada que me cale bajo el párpado, que me saque de un tiesto del que, no sé por qué, ya no puedo escapar. Y llorar, simplemente poder llorar.

jueves, 23 de octubre de 2008

cine - 'Al otro lado', el viaje que nos separa del mundo

Hablar del cine turco-alemán suena demasiado pedante, lo sé. Tan pedante que se llega a saborear, como cierta rareza genial, para unos pocos. Suena pedante y lejano, como el chino mandarín. Suena a historia sucia de islamistas sin dios, sin vida y sin nada más que los recuerdos, esos que al viejo le pesan tanto.
‘Al otro lado’ es una historia trepidante de puentes y cambios de sentido. El blanco fuma en la shisha, y el moro busca trabajo mientras trata de mantener el amor de una rubia demasiado natural. Fatih Akin rebusca en su pasado, como lo hicieron aquí Almodóvar o Francisco Umbral… para enseñar al mundo una cara diferente, lejana, que también sabe reír y llorar, que lucha, como yo, por sobrevivir a los fantasmas.
Porque al otro lado de esa cara oscura, está, por lejos que sea, la nuestra.

lunes, 13 de octubre de 2008

Ambición

Me olvidé de poner los ojos sobre la mesa. ‘Yo soy ambicioso’; y sí, sonó como el sueño tonto del niño que quiere ser astronauta. La voz es un instrumento de magia que absorbe más que la peor cocaína, y engancha como la mejor. Yo sueno y sueno, sin gritar, dibujando a un hombre que sabe decir lo que dice, que lleva detrás un portaviones lleno de hormigón seco, frío. La guerra de monstruos se acabó, y sólo quedan los héroes del monte, cuchillo entre labios, esperando a que llegues a quitarle la piel, las migas sueltas, los versos unidos por el tiempo del mito de aquí, el del barro y el sudor, ese del que ya nadie se acuerda.
Yo no tengo pechos y mis ojos son sólo pequeños espejos de un niño astronauta. Un niño simple; un niño a quien Don Vito nunca cogió de la mano; un niño al que nadie quiere follar, ni pedir favores de billete fácil. Mis ojos verdes nunca fueron de verdad. ¿Y qué es la verdad? Mi voz de hombre pregunta, pero ya nadie quiere responder, por vergüenza. ‘Esto es la vida’, me dicen. Mentiras de hiena, gorda y sedienta.
No quedan héroes ni portaviones. El bueno se vuelve feo, y el feo es malo sólo por sobrevivir, o por joder, que siempre apetece. Yo no me voy de putas; no miento, no mato al gato que mira sin nada que decir. Si duermo, muero; si llamo, no soy. Soy sólo el niño que dice ser ambicioso, que grita contra la pared; sin tetas, sin Vito, sin un portaviones. Mis ojos son demasiado pequeños; quizás por eso que no los puse sobre la mesa en la que nadie me escuchó.

lunes, 6 de octubre de 2008

Literatura - Raymond Carver, '¿De qué hablamos cuando hablamos de amor?'

Y si no hubiera sido infeliz, jamás lo habríamos encumbrado. Raymond Carver pasó una vida oscura, negra, un camino de cincuenta años de botella, cigarro, mujer y bar, un túnel iluminado sólo por el aplauso a su público, quizás también oscuro, que vivió con sus fantasmas.
Pero los fantasmas de Carver ni asustan ni llevan cadenas. Son fantasmas de clase media, o baja, en un mundo preparado para ser feliz sólo a ratos, cortos y sin brillo, sólo en temporada alta; porque el sueño americano ya no existe en los pueblos del sur. Carver invoca sus propios demonios y nos presenta su vida multiplicada por miles de hombres, de mujeres, de dramas andantes con la media sonrisa de quien vive tranquilo con cerveza y culebrón; sin artificios. Hace héroes a los olvidados, a los que pocos dirían que son como yo, pero lo son, de alguna manera.
Raymond Carver fue un alcohólico brillante, infeliz durante décadas por una vida mísera con mucho tren y muy poco dinero. Cuando llegó a la madurez y olvidó por fin la botella, encontró el amor en brazos de una poetisa afortunada que logró verle convertido en el mejor cuentista vivo de América. Fue entonces, superados los viejos demonios, cuando el cáncer acabó con su vida, antes de cumplir los cincuenta. Puede que, simplemente, su trabajo en el mundo acabara con su tragedia.


" Creo que en el amor no somos más que principiantes. Decimos que nos amamos, y nos amamos, no lo dudo. Yo amo a Terri y Terri me ama a mí, y también vosotros os amáis. Ya sabéis a qué tipo de amor me refiero ahora. Al amor físico, ese impulso que te arrastra hacia alguien concreto, y al amor que inspira el ser de la otra persona."

lunes, 29 de septiembre de 2008

Lo que uno tiene de mayor...

Añorar es tan bonito como el rato a solas con el mar, en vacaciones. Es el aire tierno, la hora dedicada al ego intemporal, y al tiempo ganado, y sin embargo, ya perdido. Es el placer del viejo que bien puede sumar tan sólo veinte años. Aroñar es amar y es parar, algo así como un círculo con vocación de cuadrado.
Uno añora el verano, cuando el frío le moja los pies y las calles se visten de negro. Añora la tierra del pasado; ¡la tierra!, como si ésta fuera más amable, más cálida; como si el mero paso del tiempo la hubiera dejado embalsamada. Uno añora su colección de segundos favoritos. Aquél a lomos de una bici, mareado de granos y alcohol; o ese otro por el que quisieras llorar, perdido el tiempo, perdido el grito, olvidado el guiño de una cara conocida.
Uno añora como viejo lo que no pudo sonreír como niño. O lo que pudo, pero hoy se pierde entre aquellos sueños hoy conseguidos. Sí…, añorar es tan tonto como amar al mar en vacaciones, como no reír solamente, porque no apetece.

martes, 16 de septiembre de 2008

cine - 'Hacia rutas salvajes', y hacia lo más profundo

Y si fuéramos valientes, todos seríamos un poco más Alexandre. Todos, o muchos, quizás, aquellos que creemos en vivir de la belleza y el sudor, de la sonrisa templada.
‘Hacia rutas salvajes’ es una historia imposible pero real, es un insulto a lo labrado por la historia; un relato diáfano de un joven brillante, un camino que deja al ser humano tan cerca de sí mismo que raya lo ficticio y se encuentra con el sueño inconfesable, con el ahora más libre, con el músculo atrofiado de la libertad. Quizás el sueño de ser un héroe, un pequeño valiente pero inútil.
Quizás Sean Penn nunca hubiera quemado su dinero, ni arrojado su coche al fondo de la nada desierta. Nunca habría caminado sólo, hacia lo salvaje, hacia los sueños que se abrían al paso de la libertad. Pero Sean Penn supo que había un Alexandre dentro de él, y que aquel chico rubio tenía su hueco entre nosotros. Quienes, como él, queremos vivir por encima de todo, por delante del empleo cómodo, de la hipoteca basura, de la luz, el agua y la comunidad; todo lo que necesitamos, por no ser, como él, unos valientes.
Esta es la historia de de un deseo, es la historia de una persona, es la historia de un amor directo hacia lo salvaje, hacia lo bello, hacia la verdad. Es la historia que todos, quizás, quisiéramos contar.

'Hacia rutas salvajes' (Into the wild) - Sean Penn

lunes, 8 de septiembre de 2008

Vuelan cirros...

…y comienza el lagrimeo de un verano que muere como todos, añorando. Añorando el sol, la chancla, la isla donde se es feliz entre rocas viejas y besos de amor; la caña en la garganta, el ‘vámonos’, el ‘quédate y nos tomamos la última’. Todo se va, se pierde devorado por un tiempo goloso, puntual, como los cirros del verano, que ya vuelan en amenaza de esa sombra tonta que siempre trae calor y malas noches.
Las gotas van del cielo a la piscina, que se enfría de desuso; los becarios se aburren y las calles vuelven a bullir de ‘os odio más que antes’. Y yo vuelvo a mis cambios infinitos. La rueda gira y yo salto para colarme por sus huecos. El cambio me promete más radio, más nombre; me promete un nuevo libro que pienso pero que no sé escribir, se me ha olvidado.
Y con todo, hoy, me siento mayor. No viejo, sino adulto. No adulto de veras, sino ese joven viejo, perdido entre palabras, recién salido de los felices años veinte, los primeros. Me sé mayor porque me veo con camisas y los 1.000 ya no son euros para todo el mes. Porque lagrimeo con este verano perdido y ganado, por ese olor a isla con besos de amor.
Vuelan cirros, sí, y el color del tiempo vuelve enrojecer. Que sea para bien.

jueves, 28 de agosto de 2008

arte - Robert Doisneau, el otro gran beso del hombre


Dijo un buen amigo, en los años de borrón, poema y lapicero, que el coche era siempre como una habitación vacía y en silencio, después del amor. Como un descanso en la tormenta, digamos; bello descanso de bello tormentoso día.
Bien; quizás los años hayan pasado y la poesía de lo limpio, sano y tonto se nos haya caído de los dedos, de tanto mundo exterior, de tanto cargar con la compra. Quizás los coches hayan perdido sus tildes y quizás el silencio ya no es sólo descanso de amor atormentado.
Pero los tiempos siguen cayendo atropellados y la pausa tiene ahora más torrente en vida y menos descanso. Más ‘yo’ que la habitación y la compañía, más poesía, más tontería.
Y el beso, amor, el beso uno, ahora y nunca, es el único espacio sin tiempo en medio de un fulgor de día a día. Porque el beso es hoy, es ahora, es tú yo, y no un solo grito de niño engominado, de egotista que aspira y aspira. El beso es hoy, y es hoy lo más lejos que se puede estar de la vida.

martes, 22 de julio de 2008

Sicilia, l'isola piu bella del mondo

Don Vito nunca hubiera querido salir de Sicilia. Nunca habría muerto sin volver, derrotado entre algodones y billetes falsos. Porque Don Vito, al igual que su isla, olía a mar, y sabía a tierra y a olivos en primavera.
Él, que todo lo pudo y casi todo lo hizo, hubiera preferido la costa jónica a la marea de calles del Bronx. Volar por las calles de Taormina, entre la pizza, la arcilla y el teatro greco. Allí se habría asomado a ver la función, mirando al frente, entre el Etna y las claras bahías de Naxos y Mazaro. Volaría por sus calles a ras de cielo. Cogería el vagón de teleférico para visitar el mar desde cerca, desde dentro, entre las rocas y la sal de la Isola Bella, la hermosa entre las más hermosas.
A Vito le hubiera gustado también correr por Ortigia, la abuela insular de aquella Siracusa perdida. Cuando era niño, deseaba sus calles, sus laberintos de tiempo, sus helados al sol entre el arancini y la pizza de media tarde. Los mayores hablaban allí de una ciudad perdida en la guerra. Una guerra tan lejana como nunca hubiera podido pensar. Aquella Neápolis naufragaba en vida y mármol, entre jardines celestiales que escondían la oreja de un dios, que fue hombre, tirano y victorioso del Peloponeso.
A Don Vito le gustaba pasear por su isla, al son de la lira y el bigote. Un recuerdo ronco, ennegrecido por los años. Un tiempo que sabía no pasaba de la misma manera por aquella Sicilia de foto e historieta. Pero sabía que Agrigento seguiría siempre erguida, diáfana, eterna. Allí los templos seguían marcando el camino a navegantes de la historia. La Concordia, Los Dioscuros, Heracles, Hera. El sol los protegía del hombre y de la tierra, como no podía hacerlo en ningún otro lugar. Allí revivía cada año la esencia de aquella Sicilia perdida que Don Vito hubiera querido tener para siempre.

miércoles, 2 de julio de 2008

Gracias, perdón y ¡que viva el fútbol!

Los días han pasado como una marea. Tres días, cientos de horas. Música, jingles, promos, sintonías, teléfono, micro y música otra vez. Una pizza de vísperas, porterías y un balón. Radioestadio. Camisetas de trabajo en rojo y oro. Miedo, mucho miedo. Tensión, horas de radio contando historias, gente hablando de lo mismo y de lo suyo, que no podemos dejar de hacer nuestro. Un gol, millones de gritos y saltos al descompás de la pasión. Una voz llena de magia radiando corazones. Carreras, prisas, sonido, música. Campeones al fin. Sí, al fin campeones.
El teléfono no para de sonar. Mensajes de lágrimas, de gritos. Mensajes de quién sabe quién se habrá acordado de mí en este momento. Un locutor dando gracias, ‘a Héctor Fernández, a Miguel Venegas, a todo el equipo de RadioEstadio’, y un mensaje más, del mismo locutor.
Y mis ojos no pueden dejar el frente. Si miro atrás, estoy perdido. El móvil suena, pero no puedo mirar atrás. Abrazos, palabras, un poco de champán a las puertas de un Audi. Sueño, poco, pero sueño. Vuelvo a ver la radio, las caras, el abrazo, las mismas personas teñidas de rojo y de felicidad. Un balcón, una ciudad, una plaza. Colón se tiñe de rojo y de Campeones Campeones. Yo me subo en las nubes, de pájaro en pájaro desde el séptimo piso de un hotel. Luis se mantea y Xavi grita ‘viva España’. No hay política, al fin, ni siquiera nación. Hay caras y las caras sonríen y no pueden dejar de decir la verdad. Yo muero en radio y alegría, en falta de tiempo. Necesito un beso, pero el móvil no para de sonar. Es todo muy grande, lo sé; y yo estoy allí para contarlo, entre los pájaros, a la altura de Colón. El tiempo me corre como una marea y aún no soy capaz de ver lo que somos, lo que hemos hecho.
Gracias, por esto.

jueves, 19 de junio de 2008

Literatura - 'Antígona' de Anouilh, lo nuevo es Grecia

Anouilh viste a Antígona con zapatos de tacón y nos la trae a nuestro ahora postmoderno; pero hace algo más: la narra en cuerpo y alma. Mientras en Sófocles teníamos que intuir una profundidad en los sentimientos de Antígona, en Anouilh nos los encontramos delante de los ojos, nos los gritan con desesperación. Si antes debíamos interpretar la labor responsable de Creonte como cabeza gobernante, Anouilh le aprieta las tuercas y nos lo enseña triste y desposeído de toda ambición, lamentando el día en que la corona hubo de caer sobre su cabeza. Anouilh nos enseña, además de la tragedia en sí -ya conmovedora- las entrañas de los personajes que la padecen, para convertir a los espectadores del siglo XX en hermanos de Antígona y Creonte, conmovidos por una historia que ahora es, si cabe, un poco más suya.
Y esto lo consigue sin grandes cambios en la historia ni, aún, en los escenarios. La ciudad es la misma y los soldados podrían ser guardias de la antigua Atenas o milicianos en el Madrid de la Guerra Civil. Da igual. La ciudad es casi la misma y hasta los personajes tienen el mismo pasado y las mismas responsabilidades que sus antecesores de Sófocles. Nada de eso cambia. De hecho, podríamos dejar las cuarenta primeras páginas tal y como las dejó Sófocles y la misma esencia de Anouilh impregnaría la obra.
Porque el cambio, la vuelta de tuerca, está en una simple discusión, en un diálogo de sentimientos, que destapa la tragedia interior y nos hace sentir, al fin, la tristeza de Antígona. A Anouilh le basta con ese clímax para dar vida a su obra, para enseñarnos un Antígona más reflexivo con un alma heredada de Sófocles pero vestida con los fantasmas del siglo XX, el existencialismo y la incomprensión.
Por eso esta obra cobra vida; por cuanto del Antígona de Sófocles puede enseñarnos y por cuanto de su propia sensibilidad puede aportar a un Antígona viejo pero lleno de juventud.
Anouilh nos ha enseñado en un acto pequeño y único es el hombre de hoy a través del espejo de la historia de Antígona. Sin duda es un espejo que nos comunica con Sófocles, con los hombres clásicos –de quienes tanto daño nos hace su olvido- y con los mitos, esos que hoy también nos hacen aprender más de la vida y de los hombres. Un camino hacia atrás, partiendo de un texto eterno.

miércoles, 11 de junio de 2008

Veinticinco años después...

Qué decir de veinticinco años… o de diez, del último, o qué contar de hoy, que luce el sol y está lloviendo. Quizás la vida sea eso, ¿no?; salir mojado por las calles y jugar por las aceras a buscar el sol. Mirar a los viejos caminar sin cadencia, pausados, cabizbajos. Ellos también cumplieron veinticinco, con más dificultad y menos tiempo de aventuras; y seguramente, ellos tampoco supieron qué pensar de la mitad de un medio siglo entre el afán, la rabia y la pereza, entre el sol y el agua; de camino a alguna parte y esperando aún, con el miedo del viajero que entregó su fortuna a un billete de estación.
Cuando era un chico con granos en la cara, sólo quería ser mayor. Tener veinticinco, como los chicos de la tele, que curran, gastan, follan y se ríen sin parar. Beber cerveza en el salón, conducir mi coche, sentado a la izquierda de una chica que se ríe y me da besitos en el cuello. Veinticinco… me imaginaba en una cabina del Bernabeu, dando voces a ritmo de gol, cantando copas, ligas; sudando lo justo y llenando la cartera para dar de comer al gato, que esperaba en el salón. Cuando era un chico con granos en la cara, jugaba al fútbol, bebía vino amargo y soñaba con la vida, con miles de vidas, sin saber que veinticinco es sólo un mojón en medio de la nada.
Qué me queda hoy de aquellos granos… qué sueños, qué ilusión… sigo de camino a todo, pero con todo por la espalda. El tiempo me ha aprendido, a fuego, a golpe de exclamación. El chico de los granos tiene un armario lleno de libros; va al teatro una vez al mes y ha cambiado el punk por los limpios acordes de Dire Straits. El mundo le ha cambiado, le ha mecido, golpeado, aplaudido y masturbado. El chico tiene coche y cervezas, es periodista y sabe lo que es el amor, y sabe hacer el amor. Pero el chico sigue caminando con la boca sembrada de sueños. Sueños distintos; sueños de tintas, de sillón, de copa, de papel cargado de firmas y de la niña que se ríe y me da besitos en el cuello. Los años me han cambiado, aún a medio paso, entre el ahora y el siempre. Pero tengo veinticinco, y el tiempo pasado, que no existe, es lo único que sé que nunca cambiará.

miércoles, 4 de junio de 2008

cine - Hierro 3, la postal de amor perfecta

Tae-Suk es un espectro. Uno amable, de esos que te lavan la ropa y que te dejan regalitos debajo de la almohada. Él no tiene, no vive y no habla, quizás porque en oriente la palabra tiene un significado demasiado importante para gastarla en vacíos y puntos suspensivos.
En Oriente… Quizás en oriente el espacio tenga también otra forma de vestir. Quizás… quizás por eso Kim Ki Duk nos regala fotografías de azul, tiempos varados en soledad, cuadros de Friedrich posados sobre una historia, rara y apasionante, sin llegar a rozar si quiera la pasión. Extraño, ¿verdad?
El director nos acoge en su mundo de planos perfectos, nos acuna con paciencia en su tiempo acompasado, suave y cálido, a ritmo de balada instrumental, y nos acaba imponiendo este sueño de amor, juego y mentiras piadosas.
Es entonces cuando Tae-Suk deja de ser un coreano indigente, cuando Sun-Hwa ya no parece fea, ajada y cobarde por el mundo. Es cuando las sombras, las caricias y el silencio se convierten en un sueño feliz, templado y mentiroso. Lo imposible se transforma en imagen y la música, que ya no deja de cantar, se convierte en lo único que merece la pena escuchar.


'Hierro 3' (Bin-jip) - Kim Ki-Duk - palma de plata al mejor director en Festival de Venecia 2004

jueves, 29 de mayo de 2008

la niña graciosa

La niña de los pies descalzos ya sabe lo que es el amor. Eso grande, dice, que se siente y al que no se le puede llevar la contraria. La niña llora, a veces, porque es demasiado pequeña para abrazar, para coger algo tan grande, y lo grande –o lo todo- se resiste a abrazarla a ella, aunque sabe que es la niña lo más pequeño y hermoso que se puede abrazar.
La niña es graciosa porque no es una niña normal. Ni siquiera es niña; tiene ojos, tiene cintura, pechos, carmín…, mueve las caderas como sin querer, lo justo para que los ojos de la calle nunca dejen de aplaudir. Pero la niña se resiste a ser mujer. O soy yo quien se resiste, jugando a despistar al tiempo, al mío y al de ella, que ya no sabe nada de jugar al sol.
La niña graciosa duerme de día. Se despierta entre los libros que deshojo en el café. Me mira, me llama. Un beso, un abrazo entregado a medias con el sueño. La niña se desploma en mí, de amor y somnolencia; abre el cola-cao y se ríe del bostezo. La niña sonríe. Y yo, con ella, no dejo de mirar al mar.
‘Ya no me quieres hacer caso’, dice. Yo vuelvo a sonreír. Mi libro duerme ahora, porque la niña ha dejado ya la almohada y desfila sobre mí con sus pies de princesita. La miro, sin poder parar. La música suena en el salón y sus labios juegan a bailar, apretados uno contra el otro. La niña me mira y sonríe. Se ha ganado un beso. La toco, con cuidado, como si un gesto brusco la pudiera transformar. Mis dedos la tocan, fríos, y se aparta traviesa. Otro beso, otra sonrisa. Por ahora, deja de jugar.

viernes, 16 de mayo de 2008

arte - Rodin, de besos por Madrid


Nunca imaginé así aquella primera vez, aquel encuentro único e inolvidable. La luz miraba, sin molestar; Ella cogía mi mano con su caricia prolongada; miraba seria, pensativa; se decía que aquel beso debía ser ese ‘perfecto’ que andaba buscando. Y yo, asombrado por la historia y por lo magno del arte y de lo eternamente bello, admiraba aquel yeso inerte, tan frío y tan lleno de vida, tan rodeado por Ella, por mí y por aquella sala estrecha de púdicos ancianos de Madrid.
Nunca imaginé así aquella primera vez, aquel encuentro único e inolvidable.
Exposición 'Rodín, el cuerpo desnudo' desde el martes 13 de mayo en la Fundación Mapfre, Avda. General Perón 40, Madrid

viernes, 9 de mayo de 2008

El papel en blanco

Ahí lo tienes. Tan blanco, tan limpio, como una virgen pidiendo manchas con algún sentido de la estética, o del amor, que lo mismo da. Tan pasivo, tan caliente, preparado incluso para el borrón, porque sabe que lo importante es siempre empezar, digas lo que digas.
Empezar; qué difícil. Miras al papel y te enamoras hasta el odio. Tú no consigues mover los dedos, pero él sigue ahí, blanco, inocente, irreverente, como un monstruito angelical que te mira las vergüenzas. Pero las vergüenzas no te salen. Dudas, piensas –craso error-, y finalmente, escribes una frase contundente. “Es bonito, ¿no?, y profundo”, piensas. Ahora toca seguir, sin mirar atrás.
Pero acabas mirando, porque lo bonito y profundo se convierte en una evidencia del vacío que hay entre los dedos, de ese suspiro al comenzar a manchar, de ese temor, de esa risa floja que ves en el trasluz del papel en blanco. Tachas y vuelves a empezar.
Te levantas, bebes coca-cola, te das al pensamiento, a la divagación, al onanismo en cuerpo y alma. Revisas viejas notas, miras a los grandes que reposan sobre los muebles del salón. Piensas y piensas, hasta que tu cabeza se aburre y se pone a cantar. Entonces, corres a tu cuarto, a tu papel en blanco con borrón. Le miras a los ojos y dibujas.
‘Puta’, es lo primero que te pasa por la mente, lo que baila entre los dedos. ‘El olor de sus manos lo delataba; alcohol, drogas, la puta del cuarto sudando después del almuerzo…’. Los dedos se mueven al fin y la banda sonora crepita con fuerza sobre el papel.
La batalla ha terminado. El negro sobre blanco comienza a cabalgar.

jueves, 1 de mayo de 2008

Literatura - Madame Bovary, la bella y sucia tragedia

Uno no puede evitar mirarla a los ojos. Es imposible. Imposible y cruel. Emma se desnuda de página en página, como una muñequita obligada al pose, y las llagas de la vida se van derramando por su cuerpo, hermoso, blanco, francés.
Emma parece dormir, pero casi no respira. Hubiera querido ser buena, como tocaba, como le enseñaron las monjas de Ruán, entre novela y novela. Hubiera querido ser otra, ser distinta, poder elegir su ramo de flores, poder decir hola y adiós, cada día a una hora diferente. Aunque uno sabe que nada, así, hubiera sido distinto.
En el piso de abajo descansa su marido. Monsieur Bovary fuma en su butaca después de otro día de trabajo. Él respira casi por los dos. Él vive, en su trajín y su poco más. Su mujer es hermosa y buena y él está profundamente enamorado. Y mientras, uno no pueda evitar mirarle a los ojos, con lástima.
Madame Bovary es un réquiem al romanticismo. Por eso Emma llora y llora su desgracia, su maldad, su absurdo absentismo de la vida que le toca. Llora una vida y no un amor, porque eso ya lo sabe fracasado. Y uno no puede evitar mirarla a los ojos.
Porque Flaubert escribió una historia plagada de ser humano, plagada de mujer y de hombre, en su desgracia, a la que uno no puede evitar amar en su desprecio. De ello, quizás, está escrito el mundo; y más allá, nosotros mismos.

“Antes de casarse, ella había creído estar enamorada, pero como la felicidad resultante de este amor no había llegado, debía de haberse equivocado, pensaba, y Emma trataba de saber lo que significaban en la vida las palabras felicidad, pasión, embriaguez, que tan hermosas le había parecido en los libros.”

Tengo la intuición de que Flaubert sólo quería tocar los huevos. Y lo hizo. Liberó su pluma de románticos tópicos y acabó dibujando a un ser humano sufriente y demoledor, herido e hiriente, que removía las conciencias y los escrotos de la Francia palaciega; esa gran ‘nueva nación’ que prefería dibujar marsellesas destetadas que mirarle a los ojos a su propia concubina, la de casa, la de la blusa cerrada.
Madame Bovary tuvo la genialidad de existir cuando nadie podía soportarlo. Su autor era un rico venido a enfermo, y por lo tanto cada vez más pobre. Flaubert gastó su madurez en lamentaciones y querellas contra el mundo, con lo que su venganza siempre estuvo al acecho de la prosa genial. En 1857 se publicó la novela, la primera que escribía el autor y la única que quedaría para lo eterno. Emma Bovary, una hermosa joven de la burguesía normanda despreciaba su vida en una existencia carcomida entre el amor mal-llevado y las novelas mal-intencionadas; un Quijote triste y glamoroso, directo a la conciencia francesa. El libro costó al autor un proceso judicial por ‘inmoralidad’, del que salió absuelto y glorioso. Poco después, Madame Bovary sería la novela más importante de su generación.
Hoy es sólo un clásico, quizás uno más. Miles de letras templadas, pausadas y saboreadas, con la cadencia lenta que la condenan del lector del siglo XXI, pero que la elevan al amor de los locos de la belleza en libro, en horas, en ese poco a poco dulce y casi eterno. Una obra, un arte, un libro para saborear, para sufrir y hasta para odiar.
Bon apétit.

miércoles, 23 de abril de 2008

El sendero, estrecho y juguetón

De repente, se detuvo. Miró a un cielo oculto y vacío. Y pensó. Era uno de esos días en que las preguntas comienzan a disparar al ombligo; y el de Mario era grande, demasiado grande. ¿Por qué caminar?, ¿hacia dónde? Se había detenido sólo para descansar, respirar y volver a correr, pero ahora la quietud le atrapaba en su pasado. ‘El pasado es todo lo que queda por detrás del futuro’, pensó, convencido ya de que aquel momento era su minuto, dispuesto para mirar hacia atrás.
Y miró. La primera impresión fue de vértigo. ‘¡Dios mío!, ¿tanto camino he dejado detrás?, ahora será imposible volver’. Podía ver a lo lejos el bosque en que un día naciera todo, en que sus pies comenzaran aquel sendero estrecho y juguetón. En ese bosque conociera a su pequeño amigo descalzo, con anillo y ojos azules. Aquel mediano risueño le puso el camino ante los ojos y calzó sus botas con polvo de vestir. Lo echaba de menos, sí; aunque sabía que volvería a verlo al final del camino, cuando el viejo vuelve a ser niño y comienza a resoñar; ‘algún día, él sin anillo y yo con las orejas puntiagudas’.
También podía ver la catedral olvidada, y las hogueras de aquelarres donde ardieran los prejuicios y donde hoy se consumían las primeras hojas de niñas y corazoncitos. Aquello quedaba hoy demasiado lejos, entre el bosque y las flores, donde aún costaba distinguir por dónde discurría el dichoso sendero. Casi no podía recordarlo. ‘Mucho sol y mucha luna, sí; quizás demasiada’. Pero aquellas cenizas le había enseñado a enamorarse.
Y se enamoró de Carmen, como se enamora uno de una madre; una de postizo, pero con caricias y besitos en la frente. Con ella había recorrido parte del camino, de la mano. Con ella cruzaba la calle y encontraba la delgadez de la línea que nos separa de la adolescencia. Cuánto la había querido, cuánto habría deseado quedarse escondido durmiendo sobre su falda. Pero, después de todo, ella también le había enseñado a caminar sólo.
Desde entonces todo había sido mucho más sencillo. Los Buendía le abrieron el salón de su casa, con sus verdades y mentiras, para cien años de magia soñados, que no caminados. Tomás le sacó de borrachera por los antros de la Bohemia. Le presentó a las putas y a los malos, y le mostró lo que había de amor en un mundo incapaz de soportar la levedad del ser.
Los últimos kilómetros habían pasado demasiado rápido. El ritmo comenzaba a ahogarle simplemente en el recuerdo. Pensaba en aquel extranjero ciego y genial, en aquel marido triste y pseudoporteño que matara por dolor, en el idiota bienhechor que conquistó los corazones rusos a costa de su propia fragilidad.
Pensaba y pensaba, encontrando un recuerdo para cada paso, para cada estación de silencio y fantasía, y las lágrimas le asomaban sin derramar, por detrás de sus ojos, por detrás, en un orgasmo de pasado minutero. Volvió a mirar al cielo, en son de pausa. No miró, en realidad. Giró su cabeza y miró hacia delante. ‘Este camino no tiene final’. Sonrió y siguió buscando el polvo de su sendero, estrecho y juguetón.






"feliz cumpleaños"

jueves, 17 de abril de 2008

literatura - Irene Nemirovsky, historia de una letra resucitada

A Irene le gustaba leer cuando era pequeña. Su padre pasaba los días fuera de casa y trataba de conducir el timón familiar en los tiempos en que ser banquero, judío y rico no era buen pasaporte para vivir en la Rusia bolchevique. Su madre la detestaba y no se esforzaba por disimularlo. Habría querido un niño, quizás, o simplemente otro espejo en quien proyectar tan amarga existencia. Así que Irene se encerraba en su cuarto y leía.
Irene tenía catorce años cuando estalló la revolución. El destino le había hecho caer en el lugar menos apropiado en los días en que más podía añorar su pacífico hogar de Kiev, donde había nacido. A cambio, la vida le había puesto entre las manos a Oscar Wilde, Huysman, Maupassant y Platón, además de los idiotas de Dostoievsky. Irene devoraba sus libros mientras la familia Nemirovsky escapaba de Rusia para nunca volver. Su camino le llevó a Suecia, y después a Francia, cuya cultura había aprendido de su nurse, y donde había pasado largas vacaciones acompañando a su madre, más como sirvienta que como hija.
En París logró empezar sus estudios de Letras, en la Sorbona, y comenzó a escribir sus primeros relatos cuando aún no cumplía los dieciocho años. Irene escribía dolor, odio. Escupía sus recuerdos de letra en letra. Recordaba sus veranos en la Costa Azul, o en Biarritz, donde dormía en las pensiones del servicio mientras madame Nemirovsky se arropaba entre las sedas de los mejores hoteles. Recordaba la ausencia de su padre, de negocios y casinos.
En 1926 Irene logró abandonar a su familia para casarse con Michel Epstein, con quien tendría dos hijas. Poco después, publicaba su primera novela, ‘El malentendido’. La joven Irene entablaba ya amistades con el orbe intelectual parisino. Se hace amiga de Kessel, judío como ella, pero también de Brasillach, un antisemita furioso que será fusilado en 1945 por sus artículos incitando al odio racial. Ya por entonces, Irene muestra el difícil equilibrio entre su origen judío y su odio por todo lo que le pueda devolver a su pasado infantil -"¡eso que vosotros llamáis éxito, victoria, amor u odio, yo lo llamo dinero!"-. Su tercera novela, ‘El baile’ la encumbra en la esfera literaria francesa y es adatada al cine con un éxito espectacular.
Pero la vida reservaba a Irene Nemirovsky un trágico capítulo final. En 1942 Irene es detenida en un pequeño pueblo de la campiña francesa y conducida a los campos de prisioneros judíos. Poco después, acabaría exterminada como una semita más en Auschwitz, sabiendo ya que su marido también había sido ejecutado.
De ellos sólo quedaron los libros de Irene, sus dos hijas, y los manuscritos de una obra llamada a ser uno de los más importantes legados de la literatura universal: ‘Suite Francesa’. Se trataba de una novela en cinco partes, escrita en directo, como testigo de una época donde los hombres decidieron comprobar hasta dónde pueden llegar los límites humanos. La primera parte, Tempestad en junio, cuenta el éxodo de los parisienses ante un avance germano que se les antoja incomprensible en su rapidez y eficacia. Némirovsky retrata las mil pequeñas cobardías y miserias de una población errante, más preocupada por comer o dormir que por el destino de la patria. En la segunda parte -bautizada Dolce- se nos propone el retrato de un pueblo ocupado, de la cohabitación entre civiles franceses y soldados alemanes. Las tres que debían seguir, contarían el resurgir de los pueblos y la victoria final de un mundo nuevo. Un mundo que Irene, nunca podría enseñarnos.
Denise y Elizabeth huyeron por toda Francia arrastrando con ellas las dos primeras partes de ‘Suite Francesa’ y lograron sobrevivir al acoso nazi, gracias a la heroica complicidad de una profesora. Irene murió en la Guerra, pero su obra maestra quedó a salvo entre las cenizas.
Más de sesenta años han tenido que pasar desde aquella historia de heroínas, para que el mundo pueda leer la ‘Suite francesa’ de Irene Nemirovsky. En 2004, y después de terminar la ‘biografía soñada’ de su madre, Denise Epstein publicaba la gran historia inacabada. "Al principio no pude leer el manuscrito. El dolor y la cólera me lo impedían”, pero Denise acabó por entender aquello que su madre decía en más de quinientas páginas sin sentido aparente, "una victoria sobre el pasado, el abandono y el nazismo".
‘Suite française’ salió a la calle con una tirada de 10.000 ejemplares. La revista profesional del sector -Livres Hebdo- consideró de inmediato que se trataba del "libro más importante del año". En pocos meses, era premiada con el Renaudot Denoël, el más importante galardón de las letras francesas.
Hoy Europa quiere descubrir a uno de los grandes genios del siglo XX, a una mujer quemada –que no muerta- hace más de sesenta años y que hoy se reivindica en el mundo con las letras de una suite francesa que vivió y soñó bajo las bombas alemanas, y que acabó condenándola para toda la eternidad; la nuestra, la de aquí abajo.
Dicen que el tiempo lo cura y lo olvida todo. Afortunadamente, la letra y el arte no saben de tiempos ni de olvidos ni de muertes.

martes, 8 de abril de 2008

El segundo viaje del exiliado

El exiliado llega en silencio, por no molestar. Sabe que es pequeño, que no huele al trajín ni al vino, que duerme cuando los demás están añorando las horas dormidas. Sabe que sus pasos ni siquiera suenan igual y que aquellos caminos que ahora reencuentra guardan unos barros demasiado lejanos.
Ya no le gusta el olor. Le pica. Su nariz ratonea porque le siguen colando oleadas de recuerdos. Cierra los ojos, y el tiempo se va, como si el viento y la lluvia no se lo hubieran llevado.
‘El tiempo aquí no significa lo mismo’. El exiliado se para, se calla y se mira. Abre la boca. El mundo pasa ante sus ojos con aparente trajín. Pero él no se fía. Sabe que es un mundo de mentirijillas, de esos teatrillos sin querer, que van y vienen porque el tiempo no les deja sacarle las orejas a un sol que se esconde. Es un mundo de abuelitos y recreos, lo demás, en realidad, él ya sabe que no está pasando.
Un día el exiliado también corrió por esas calles de teatrillo ambulante. También tuvo su trajín, su algo que hacer a pesar del sol y los abuelitos. También olió a vino y humo, y sus pasos echaron el ancla por los mismos barros que ahora no quiere mirar.
El exiliado coge su maleta y llora, sin tristeza, sólo por el tiempo. ‘Nací extranjero’. Y comienza a llover.

jueves, 3 de abril de 2008

Voy hacia la niebla

Quién diría que allá se esconde un camino. Entre la bruma, débil, estrecho y viejo, muy viejo. Mis pies tienen frío, pero no estoy dispuesto a parar en lo alto de un cerro; hay mucho por hacer, muchísimo por conocer. El hilo del viaje oscurece y el sol ya no se esfuerza por calentar. Hacia él me voy, cargado de sueño.
'Caminante frente a un mar de niebla', Caspar David Friedrich

miércoles, 2 de abril de 2008

Despertar de una puta vez

Confesión: sigo vivo.
Estoy en pie, después de todo, o antes; y mis pies siguen levantando polvo y mis ojos lloran una vez al mes, y la sal se escapa del armario y no sé qué contar a quien no sé si le importa lo que se mueve entre mis labios. No lo sé.
Sólo sé que yo sigo aquí, que tengo corazón y cabeza, y estómago y pies, que es lo más importante. Yo soy el mismo que respiraba tinta, que escupía vanidades cargadas de joderes y tequieros, sangrados, mordidos, hinchados, acunados, exprimidos hasta la última línea. Soy aquel y sin embargo me exilio del compás, me callo. No sé porqué y quizás lo único que puedo confesar es que me pesa mi propio silencio.
Necesito un cruce, un cambio de rasante, o al menos un seto inútil donde detenerme a acariciar. Y seguir caminando, siempre seguir caminando. A nadie le importa nada de esto. Pero mañana todo cambiará. Lo prometo. Cambiaré los muebles y haré de este salón un desván con chimenea. Renunciaré al silencio para hacer un poco de calor.
Mañana será el día. Hoy es tarde y las tulipas parpadean para que duerma con ellas. Estoy cansado. Demasiado para un día, para un mes.
Me voy a la cama. Hasta mañana.

miércoles, 12 de marzo de 2008

orgullo de autor...

«Qué sabrás tú de colores.»
«Poco, ya lo sabes. Sólo de oídas, o de leídas, más bien. Sólo un conejo con chistera mirando un reloj, o una pompa parisina de cortesanas palaciegas, o un mediano con un anillo que destruir. Eso es lo que sé de verdad, amigo, ya lo sabes. Eso, sólo eso. Lo demás se me escapa. Se me escapa Sancho y se me escapa Yoly, sobre todo se me escapa ella, ella más que nada; se me escapa mi aula llena de mentes de un mañana que no llega, se me escapa mi pasado que no sé si llegó algún día o sólo es una foto con birrete y un papel de licenciado; se me escapa mi madre y se me escapa mi padre; y Susana se me escapa porque nunca supe si de verdad era ella una hermana o simplemente un cuento más; se me escaparon los amigos, los de siempre y los de nunca o sólo un poco y de noche, sobre todo los que fueron amigos de noche. Y ellas, todas. ¿Cómo puedo encontrarlas si nunca las quise tocar de verdad? Todo fluye, y por eso no distingo; no puedo, es imposible. Sólo encuentro lo que fluye, lo que está ahí, detrás del negro sobre blanco, detrás, detrás, claro, porque tampoco sé muy bien donde está Romeo o Sancho Panza, aunque sé que están, que los tengo, igual que el mundo entero los tendrá siempre.»
«¿Serías más feliz si fueras uno de esos héroes?»
«Sería igual, pero sería todo más fácil. ¿Te imaginas que realmente no existiera?, ¿que fuera sólo personaje, y no persona? Sólo creación, pero creación de alguien; imaginación, sí, sólo un trocito de un alma, del alma de ese chico que me escribe, como si yo fuera capaz de enseñar algo al mundo; un trocito suyo, muy pequeño, para ser yo un alma grande e inmortal, para vivir en el espejo de los sueños compartidos, en medio del espejo, no a los lados, como hasta ahora. Sí, sería muy bonito. O muy feo, claro, porque yo no podría ser un héroe de novela. Sería un secundario, supongo, aunque sería un secundario con cierta importancia, por aquello de ser ese tipo raro que no puede sentir, pero que escribe del amor, de las musas y de las luces del alba encendiendo el estío. Sí, claro, al menos tendría para un par de capítulos, o más. Incluso puede que algún lector me cogiera cariño, porque no debo ser tan malo, después de todo, y seguro que a alguno hasta le inspiraba lástima.»
«Ya estás otra vez con la elegía de tu martirio.»
«Vale, vale; tienes razón. Pero, ¿quién sería el personaje principal? Sancho, claro. Sancho. Aunque no podría llamarse así. Se quedaría con el de verdad, claro; Salva. Iría por ahí salvando a la gente de sus vidas aburridas, dándoles drogas, poesía y estrellas, muchas estrellas. Sus viajes serían como un peregrinaje, como el de Ulises, en busca de un arca perdida. No, no; me he dejado llevar por la lengua. Iría en busca de su Penélope, pero sin conocerla, claro, porque si no sería plagio y perdería la gracia.
Sí, ya lo imagino. Allá va Salva a lomos de un caballo negro. No, a lomos de una motocicleta de los años cuarenta, como el Ché. Sí, sí, ya lo veo. Busca un tesoro que sabe que existe, porque lo ha leído en un libro, o en muchos libros, pero no lo encuentra, y viaja por África en su busca, hasta el Lago Rosa, por ejemplo; y mientras busca, va haciendo feliz a la gente, salvándola; sí, salvándola. Aunque la verdad es que Sancho nunca salvó a nadie, ni siquiera a sí mismo.
...

martes, 26 de febrero de 2008

La sana vergüenza del ermitaño

Me importa una mierda lo que digan las encuestas; me la sudan los análisis electorales, los cruces de ataques y contraataques, los sloganes y los cálculos visionarios. Sí, soy un sociópata narcisista sin sentido de la democracia -al menos de la actual- y hasta puede que adolezca de irresponsabilidad social. Pero, amigos, ahora que nadie me escucha, sólo entre mis libros, entre vosotros que me acunáis con palabras mayúsculas, debo admitir la repugnancia que siento hoy por el mundo del que me ha tocado rodearme. Esta absurda y constante burla al intelecto humano; una escenificación del aburrimiento intelectual y hasta un engaño mediático y global en el que los tontos ciudadanos, además de ser tomados por putas, nos vemos obligados a poner la cama.
Anoche no pasó nada relevante en nuestro país. No murió ni destacó de repente ninguna figura de la cultura ni de la sociedad, no hubo ningún nuevo atentado de la barbarie terrorista; nadie dijo, si quiera, nada digno de análisis en la vida pública de este país. Y sin embargo, ayer todo el interés mediático de nuestra sociedad giró en torno a un plató y a dos protagonistas de la vergüenza democrática, en la que, como su nombre indica, participamos todos.
Eso sí, anoche los españoles nos unimos en torno a esa vergüenza como lo hacemos alrededor de cualquier otro espectáculo. Todos vimos la llegada de los candidatos al plató, todos escuchamos al presentador explicando una normas pactadas y preparadas para convertir un diálogo en un cruce de discursos monocordes y leves, muy leves. Todos escuchamos, después, las opiniones de los analistas, ninguno de los cuales sorprendió a la audiencia con su veredicto; los de papá votaron a papá y los de mamá volvieron a mamar. Y todos recibimos hoy los ecos de las encuestas y de los nuevos discursos que hablan de los discursos de ayer por la noche. Y todo, ¿para qué? ¿Alguien ha escuchado en las últimas horas alguna propuesta de gobierno, alguna idea para conducir el país, alguna frase, simplemente una frase, que no sea lo mismo que venimos escuchando en los últimos cuatro años de cara a la televisión y sin ningún tipo de argumento serio? Nada de eso ha habido y nada se espera en los próximos días. ¿Es esto la democracia?, ¿esto es nuestro pueblo? En mala hora decidí mezclarme fuera de estos muros.
La democracia española –y seguramente la mundial- se ha convertido en un teatro en el que los que cobran actúan y los que pagan se divierten en su engaño. Porque todos sabemos que nos están engañando. Y ellos lo saben, y se acusan entre ellos de mentir, como acusa un niño a otro niño después de haber roto juntos los cristales de la escuela a balonazos.
Los cristales yacen rotos en el suelo, pero a nadie le importa. A nadie. Ni siquiera a mí, que perdí el tiempo en estudiar a los grandes ideólogos de nuestra historia. A vosotros, amigos, que hoy me escucháis sin entender nada de lo que os puedo decir, de lo que en este siglo me rodea, os entrego ya mis ojos y mi fe, si es que algo me queda. El mundo avanza, queridos muertos; si vosotros y sin mí. Y avanza lo que ellos llaman democracia, mientras la moda es dejar de pensar y hablar de corbatas y de ímpetus y de acobardamientos y de ganar no se sabe qué, además de dinero. Avanza el mundo y con él recula el progreso intelectual. Avanza esta triste imagenocracia, que tanto parece gustar a la gente. Yo, amigos, me siento ermitaño entre mis libros, entre mis sospechas, entre la sincera incapacidad para entender por qué se sigue alimentando este monstruo llamado NADA de NADA.
No me dejéis, mis poetas muertos. Vuestra historia es ya lo único que me queda de realidad.

miércoles, 20 de febrero de 2008

Ronco invierno

No soporto el letargo. Lo detesto. Lo miro desde mi rincón, como quien se llueve en su casa tras una ventana empapada de invierno, de gotas sucias que pican en la punta de la nariz. Lo detesto. El letargo es para otros; para los osos, para la serpiente sin piel, para el bebé que nada sabe y nada puede aún, salvo reír y llorar. Yo no lloro ya, porque puedo ser feliz en la mitad de mis días, tocando madera, micrófono y mujer. Y guitarra; dónde estará mi querida guitarra…
Las horas se hacen frías en la oscuridad. Enero se fue, con su cuesta y su factura navideña, y febrero promete sol, como ya nadie recuerda. Y sin embargo, los días siguen teniendo ese aroma a invierno, frío, oscuro, melancólico. Los románticos murieron con el XIX. Nos queda Friedrich, Bach y Lord Byron. Los demás, somos hijos de una oscuridad que espesa con los años.
Dicen que es en este tiempo cuando salen los poetas, como flor de estación. Yo no sé escribir hoy, más allá de un calor sin brújula, de unas brisas de lágrima y sonrisa, de un pañuelo que no sabe dónde manchar. Y la tinta dice hoy que no toca. Y manda ella, siempre ella, desnuda y a deshora, hambrienta en primavera, dormida y sola en el frío de estación.
Uno escribe un libro y el mundo entero se pone a aplaudir. Pero sabe que no importa, porque el aplauso sólo sabe contar las páginas y no leerlas, y en el mejor de los momentos, la emoción del confidente sólo dura lo que dura, y después, duerme otra vez, cansado, sobre su mando de quehaceres. ¿Dinero?, ¿aplauso? Nada importa, si los dedos han dejado de manchar.
Y después llega el amor, con sus besos, sus palabras, sus esquinas de sofá para un rato de carne, de labios, de sábanas grises, de deseo y felicidad. Y el amor ya no viste de Prada, que en eso hemos ganado. Viste de deseos, como yo. Y la puerta se abre y se cierra, como los ojos, como la boca, que ya no sabe reír ni llorar, porque estamos en invierno y el letargo cruza el pasillo de los hombres durmientes. El letargo suaviza los sís y los noes, el invierno esconde todo bajo la niebla y la oscuridad. El mundo sigue siendo hermoso. Pero estamos en febrero y la vida aún no se quiere mostrar.

lunes, 28 de enero de 2008

La venda y lo de fuera

Es difícil caminar, cuando una venda te cubre los ojos. Es difícil y duele, aunque ya sabemos que caminar así es lo único que toca, mutilados como estamos por la puta verdad. Así que seguimos, caminamos y caminamos, paso por paso, que es la única manera de que sigan pasando cosas a nuestro alrededor. Tú no las ves, porque sigues vendado, pero las hueles y las oyes, a veces como miel, otras como abejas, sin saber si picarán o si dejarán un poco de aroma con que mojar los labios.
Las tulipas empiezan a lucir y me duelen los ojos. La venda no se cae, nunca lo hará, y quizás por eso la luz y las tulipas se hagan más insoportables. No veo, pero puedo sentir, en la punta de los ojos. La ciudad es grande, mucho; es muy grande y muy bonita, pero siempre hay gente dispuesta a dar la vida por darme un empujón y enviarme al olvido. Demasiados sueños, todos juntos; todos, por juntos, imposibles.
El mío me acuna en mi rincón, esperando a que alguien venga desde fuera para darme el empujón. Alguien a quien no conozco, alguien a quien nunca podrá ver. Pero le huelo, o creo hacerlo, y por eso caminar con esta venda sigue haciéndose demasiado doloroso. Y por eso necesito olvidarme de una vez de esta venda blanca que me para los pies.
‘Me queda el olor’, me digo. Sí, el olor y el tacto. Y sonrío como un niño cuando recupero las ganas de vivir como un ciego y de ver con los dientes, como antes; en realidad, como siempre. Sonrío con el cacto de sus pechos, de sus labios. Entonces nadie puede recordarme la dichosa venda. Sonrío y juego con el olor a cerveza, con el sonido de la risa floja. Sonrío incluso, con las sombras que veo a través de la venda, creyendo leer su verdad, esa que me está negada. Pero yo sonrío con el gesto confiado de quien conoce el secreto del otro lado de las vendas. Sonrío, como todos, o como muchos, simplemente, cuando aprendo a vivir con mi venda, que al fin y al cabo sólo cubre una de las cinco heridas con las que puedo ver el mundo.

viernes, 25 de enero de 2008

MundoEstadio

Con el sano pretexto de saciar mi pasión por el fútbol, acabo de abrir un nuevo blog, que en el futuro pretendo convertir en una página web en toda regla, con la ayuda de amigos colaboradores. De momento, podéis entrar en www.mundoestadio.blogspot.com. Se trata de un espacio dedicado al fútbol internacional, donde espero ir colgando perfiles de nuevos jugadores, reportajes históricos, curiosidades, confidenciales y, por supuesto, videos. Aún está en pañales, pero se irá mejorando con el tiempo.

sábado, 19 de enero de 2008

La cola del perro (Spain is different)

Hoy se cumple justo una década de uno de los mayores escándalos políticos de la historia reciente en los Estados Unidos. Justo diez años, desde aquel dieciocho de enero en que un periodista denunciara las relaciones sexuales mantenidas por el presidente Clinton y su becaria Monica Lewinsky, pocos días después de que el propio mandatario norteamericano declarara en el Congreso su total inocencia ante aquel morboso adulterio. Aquello pasó como un vendaval por encima del presidente y de todo el Partido Demócrata, costándole poco después la presidencia del país. Es cierto que para muchos Clinton recibió para siempre la carga del adulterio como deshonra social, es verdad que muchos se quedaron en la anécdota maloliente de las gotas de semen y de la erección asimétrica –la masa acaba deformándose incluso a sí misma-, pero el poso del escándalo y de todo lo que después acabaría ocurriendo fue que el presidente había mentido deliberadamente ante el Congreso de la Nación. La solución al conflicto interior, como tantas veces, fue otro conflicto, en este caso armado. Las fuerzas de La Unión desembarcaban en Afganistán centrando la atención de todo el país, que entonces comenzaba a olvidar a la becaria libidinosa.
Aquello fue una fea cortina de humo al desaire sexual de la presidencia. Un capítulo que -perversidades de la historia- meses atrás había escenificado una gran película con el título de ‘Wag the dog’, algo así como la cola mueve al perro. En España, por supuesto, el nombre debía ser mucho más popular y claro –por aquello de que no pensemos demasiado-, y acabó llamándose ‘La cortina de humo’.
Un par de lustros después, encontramos a las mismas piezas de aquel puzzle buscando acomodo en un nuevo paisaje. Clinton se afana a la ebullición política de su mujer, aquella que dijo perdonar sólo con la ayuda del tiempo. La pobre Monica se refugia en su pueblo británico, luchando en silencio para que el mundo acabe olvidándose de una felación de despacho y rodilleras. Y a todo esto, en Afganistán sigue muriendo gente a manos del legendario kalashnikov.
Y en España, cosas de la vida, estamos en vísperas de elecciones. Dicen que es en los momentos graves cuando una persona demuestra su verdadera ética y hasta su capacidad humana para con los demás. Será, entonces y a la luz de los hechos recientes, que los dirigentes de este país han perdido definitivamente su argumento humano ante la sociedad.
Hace poco más de una semana, el Presidente del Gobierno admitía en una entrevista su empeño en la negociación con terroristas después del atentado perpetrado en el aeropuerto de Barajas. Admitía Zapatero así, públicamente, que había mentido a la sociedad y al Congreso en algo tan grave como la lucha antiterrorista –a todas luces más trascendente que una felación extramatrimonial-. Pero como este país es de sol y paella, y mucho vino, no ha hecho falta toda una campaña gubernamental para desviar la atención de la falta de nuestro presidente. No, amigos; aquí para eso tenemos a la oposición.
En esta ocasión la planificación mediática de los partidos –es decir, el estudio de las pautas de manipulación-, le ha estallado en sus propias manos al Partido Popular. Los artífices, curiosamente, Aguirre y Gallardón, son dos sólidos líderes secundados en sus escaños por sendas mayorías absolutas. Ambos han decidido esta semana olvidarse del mandato ciudadano y luchar entre ellos y contra el partido por un trocito en el roscón de la futura sucesión a Mariano Rajoy, es decir, el poder. Un pulso que, para mayor torpeza política, ninguno de los dos se ha molestado en silenciarlo discretamente.
¿Qué debemos pensar ahora los ciudadanos, señores políticos?, ¿que la única ley motriz a la que obedecen nuestros políticos es la escalada en el poder de su propia secta? Esto ya parece tristemente evidente, y en absoluto novedoso. Lo que sí es noticia, amigos, es que estos decadentes moldeadores de masas sean tan ególatras y torpes que sean capaces de dibujar su propia cortina de humo frente a la escandalosa mentira de su rival político.
Aquí la cola también mueve al perro; pero quizás debamos asumir que nuestro rabo dirigente sea más pequeño y más torpe que el de nuestros vecinos anglosajones. Aún así, y tristemente, seguiremos eligiéndolos. Mandará la militancia a la categoría personal. Triste condena.

jueves, 17 de enero de 2008

La edad y un viejo flexo

Aquella noche supo que se había hecho mayor. Así, de repente, pero sin lugar a las dudas. Lo supo porque no tenía ganas de jugar. Nunca más. Ni de jugar ni de reír por tonterías, sin miedo al ridículo. Ni de luchar por la victoria, ni de premios ni de largos caminos, ni de sexo, si quiera; a partir de entonces dejaría de masturbarse. No tenía ganas ni sentido, ni luz. Daniel se había hecho mayor a los veinte y no tenía nada por lo que dormir, a las tres de la mañana.
Sólo un viejo flexo alimentaba su habitación. La lámpara estaba sin ganas, como él. La radio encendida acunaba la madrugada con baladas de Scorpions. Sobre la mesa un libro, que no quería volver a abrir. Lo habían mandado leer en clase, pero no le gustaba. Hablaba de una mujer triste con vocación de puta; pero una puta del siglo XIX, con sus perlas y corsé, y aquello no le parecía si quiera de buen gusto. Él conocía otro tipo de putas, aquellas que tanto había buscado, pero que ahora no podrían competir si quiera con la soledad de su cuarto.
Pensó en levantarse y caminar por la calle. Le habían regalado una cámara de fotos, pero no la había estrenado todavía. ¿Para qué?, ¿recuerdos? Ni siquiera tenía ganas de viajar, y menos, por las calles de su barrio. ‘Además’, pensó, ‘prefiero el calor de la cama’. Sí, era agradable, o al menos era cómodo y se podía estar allí tumbado casi para toda la vida; mirando al techo, pensando, sintiendo el calor de las sábanas. Las sábanas. A esas alturas ya tendrían su olor, se habían hecho suyas. Si se levantaba y salía de casa, tendría oler aquel aroma al volver a acostarse, y aquello le parecía repugnante. Repugnante y cansado. ‘¿Para qué?’, volvió a pensar.
Siguió mirando al techo durante toda la noche. A las siete escuchó a su madre, que hacía el desayuno. A las ocho no quedaba nadie en casa. Hora de levantarse. A las nueve salió de la cama y se duchó, al fin. Salió a la calle. Tenía un examen a las once, pero le daba igual. Rommell y Eisenhawer podían esperar para otro año; al fin y al cabo, habían muerto. Entró en el metro a las diez y media. Apestaba, pensó. Quizás sería su propio olor, el de la noche muerta bajo un viejo flexo. La ducha no había servido de nada. Daniel tenía veinte años y creía haberse hecho mayor.

lunes, 14 de enero de 2008

La mentira sigue moviendo el mundo

La verdad no está de moda, lo sé. Para algunos se perdió allá por los Descartes del relativismo o en el simple pataleo llorón del siglo XX. Para otros, sencillamente, no es eficaz para con el tonto medio, y por ello carece de toda importancia. Sí amigos, reconozcámoslo; la mentira divierte y recluta, garabatea por donde nosotros la llevemos y emborrona con tinta bonita y aseada los renglones torcidos de una vida difícil donde es complicado reconocer a la bicha, véase la verdad.
Complicado, pero a veces necesario. Es divertido jugar a las mentiras cuando uno es un simple teatrero de la vida y sólo pretende expresar un poquito de entrañas desde una página web. Es divertido sí, cuando uno carece de deber.
Pero cuando el que miente es un Presidente, con mayúscula de nación, no puede permitirse la alevosía de una mentira que, en lugar de emborronar la vida con garabatos, salpica de impiedad las verdades incómodas de una bandera electoral, la lucha antiterrorista.
Sí, nuestro ZP reconoce hoy que mintió conscientemente, que siguió negociando con ETA después de los atentados de la T-4. Lo reconoce como quien cuenta un tropiezo en el Metro o una caca en el zapato en plena calle. Le da corte, sí, pero de ahí no pasará. Podemos hoy señalarle con el dedo y hasta taparnos la nariz, igual que hace cuatro años lo hicimos con los sudores fríos de Acebes o con los hilillos negrunos de Rajoy. Podemos hacerlo, y sin embargo, no tendrá demasiada importancia.
La mentira se ha instalado en el parlamento, con estaño, voz y voto, y ya a nadie parece molestarle. Los políticos la usan, la guardan y hasta juegan con ella. ‘Usted ha mentido’, ‘y usted más’, se chillan en el patio del hemiciclo. Pasada la sesión, todos sonríen frente al café de 70 céntimos con la media sonrisa de complicidad. Todos saben que han jugado a lo mismo, al borrón, a la mentira.
Pero ya nada de eso tiene importancia, porque Paco, el del bar, sabe que va a votar a ese que ha dicho la mentira que más le apetece escuchar. Y que él le mentirá a su mujer por la noche, socarrón, con la mentira que pretende convencer del mismo voto a esa esposa que tampoco dirá la verdad cuando le pregunten por el pintalabios corrido y la camisa por fuera. Todos ellos seguirán diciendo que son felices, ‘luchando, que no es poco’, mientras desenfundan esa media sonrisa que todavía es capaz de ocultar la verdad.

domingo, 13 de enero de 2008

Hoy no es un día especial

Lo raro es vivir, que dice doña Cármen. Lo raro, sí; raro como todo, porque el mundo se mueve a un ritmo que no consigo descifrar, y menos hoy, que no tengo ganas de sudokus.
Miro a la carretera con la vista en el tiempo, que hoy sí ha querido salir a correr. Tengo suerte, pienso. Hoy ha sido un día lleno de minutos y de cosas y puedo volver a casa de madrugada escuchando una balada de Héroes del Silencio. Estoy cansado, pero el cansancio me hace sonreír, débil, cálido, al borde del sueño. Es una sonrisa plácida, de esas que se cultivan con paciencia y que calan hasta el pecho, al final del día.
Las tulipas me piden letras; sí, hoy tocaba. Hoy tocaba letras de escritorio solitario, de ‘ahora que duerme la ciudad’. Tocaba letras, pero no podrá ser, porque mañana habla Laudrup y yo tendré una nueva dosis de micrófonos canutazos. Las damas de Kío duermen inclinadas a lo lejos. Los coches siguen circulando por el carril central. Yo, sigo jugando con el freno por debajo de ese radar, el del kilómetro nueve.
Y conduzco casi por inercia. Pienso en la canción, en esa que dice ser la de siempre, la que no sabe cambiar aunque se mude la ropa. Pero yo no creo en esa canción, hoy no. La vida nunca es la misma. Nunca. Al menos para mí, que trato de buscar un ritmo común en esta vida de atascos y festivos. No, la canción no puede ser siempre la misma. Porque son las dos de la mañana y en Madrid no hay turistas, no hay trajes y no hay viejos decorando el sol de la mañana.
Lo cierto es que hoy ha sido un día gris, con llovizna. Mi vida ha tenido sentido, y a estas horas de la noche aún no sé a donde me lleva el lento ritmo de las gotas de lluvia.