martes, 4 de diciembre de 2007

Cuánto vale un sueño

Anoche desperté y me sentía frío. Eran las cinco de la mañana; cuatro después de acostarme; tres después de conciliar el primer sueño y siete más que las horas que llevaba sin hacer algo útil; eran las cinco en la mesilla de mi habitación, pero el reloj no tenía la menor importancia. ¿Habrían muerto ya las agujas? Hacía días que agonizaban pidiendo el exilio, mientras yo mantenía su sentido con absurdas agendas plagadas de banalidades a las que no debía renunciar, por no enterrar al fin a ese tiempo inmaduro y cabrón.
No. En realidad seguía vivo aquel reloj. Aún. Lo miraba fijamente, en medio de la oscuridad, esperando de él una señal de amigo, o de enemigo, lo mismo daba; sólo esperaba un pie para seguir con la función. Pero él no se movía. No corría, no abrasaba veloz, como lo había hecho antes. No, ahora ese reloj era distinto y sólo marcaba un tiempo lento y sin sentido. Y yo me había despertado, por desgracia…
Sentía frío ahora, después del calor, del calor del sueño, de la mentira; como quien entra en una cámara de hielo y añora la calefacción del otro lado. Yo añoraba el calor de mi sueño, como siempre. Porque en mi sueño el calor salía de mí, y no de la manta. Salía de mi dulce lucha con el tiempo, de mi espacio recorrido, de mi teléfono y mis ganas de tocar las teclas del ordenador. El calor salía sin querer, por pura inercia, por no quedarse atrás, por no olvidarme. Ahora el calor me lo ofrecía la manta y eso no podía soportarlo.
Volví a mirar a aquel reloj, a la cara, sin temor. Pensé de nuevo en el tiempo, desde la otra cara, la oscura, la de los meses y los años, que nada tienen que ver con mañana ni pasado. Entonces pensé que el calor del sueño podía hacerse realidad, que podía volver a mi batalla feliz con el tiempo, con el teléfono, con los pasos que se cruzan en ratitos clandestinos. Sí, aquello era posible mirando a la cara oculta de aquel reloj oscuro y agonizante. Sólo tenía que mantenerlo en pie y en movimiento.
Entonces volví a sacar mi agenda y la empecé a llenar de nuevo con decenas de líneas que no tenían ninguna importancia. De nuevo pensé en mañana y en pasado. De nuevo pensé en el frío que sentía en aquella cama de estación, en mi casa, en el otoño que terminaba sin lunes de octubre y sin domingos de abril. Y pensé en cambiar de camino. El frío volvió a disparar contra aquella habitación. Volví a agachar mi cabeza y cerré los ojos buscando calor, buscando el sueño, otra vez.
Anoche desperté y me sentía frío. Muy frío.