martes, 2 de marzo de 2010

de paseo...

Las viejas poblaban el bus como un atrezo rancio y empolvado. El asiento estaba duro, raído y con una especie de pintura que amenazaba el buen decoro de sus vaqueros nuevos. Pero el sol latía por fin en el cielo, así que se acomodó entre el perfume senil y comenzó a leer su periódico bajo el leve resplandor del invierno apunto de acabar.

Aquel era el primer diario que compraba en tres años y lo sentía como si fuera una crónica de la ciudad al estilo García Márquez, con todos los acabados. Pasó la sección política cuando el bus doblaba Miguel Ángel con Eduardo Dato. En Luchana llegó a sociedad, esperando un pequeño dulzor tras el fiasco nacional de la economía y la parranda dialéctica; y lo encontró. Allí estaba París Hilton, piernas al aire y melena al viento, insinuando una figura sexual que, al parecer, no había gustado en el gobierno de Brasil. Aquella rubia explosiva; aquella presencia sexual casi perpetua, le hizo volver su mirada a los recuerdos del último día; el último, antes del sol, del periódico y del autobús cargado de señoras empolvadas.

Ahora no podía dejar de recordarla. La había dejado durmiendo en la cama, desnuda y desalienta, y temía que aquella huída inesperada le dejara sin aquel cuerpo de mujer para el resto de su vida. Una pena.

El autobús se detuvo de golpe, en un frenazo. Alguien acababa de perder la oportunidad de ser atropellado. Él volvió a su periódico; el siguiente titular lo fulminó en un instante. ‘El suicidio se convierte en la primera causa externa de muerte’. Tres mil personas al año no podían seguir adelante, y aquello parecía desconcertarlo. Había pensado en la muerte muchas veces, y la había deseado con locura tantas noches de diluvios sobre las sábanas; pero nunca se habría atrevido. Pensó entonces en el valor, y en la cobardía. Pensó en la fuerza y en el débil que sabe que debe encontrar ese mísero halo de esperanza. Y pensó en lo lejana que es la esperanza.

Y volvió a pensar en aquella chica de sueño y cama. En el rubio de su pelo, en lo salvaje de aquel rubio encrespado por la noche y sus deseos. En el blanco de sus ojos cerrados. En su dormir y en su follar. Volvió a pensar en todo aquello de una noche, o de dos, o de tres, lo mismo daba; y pensó que quizás, el único enemigo del suicidio y del caos fuera la fe, la más pura y estúpida fe, en el sentido final.

El autobús se había parado y las viejas descendían deprisa para tomar el café.