martes, 14 de diciembre de 2010

Erase una vez

De la primera noche, sólo quedan imágenes en blanco y negro. Sólo eso, ¿te lo puedes creer? Han pasado más de dos años y ahora se me antoja una especie de sarcasmo malicioso. Sí, una broma que me tira de los pelos, como si el fantasma cavernoso de las navidades pasadas me viniera a señalar el estúpido error de mi yo más joven, más tímido y, sobre todo, más perezoso para esto de los tontos caprichos del destino.

¿Destino? No, borra eso; es más propio de ella que de mí. Además, el destino me recuerda demasiado a los poemas de Neruda, y eso amigo, tampoco ayuda en este otoño lagrimoso. Sea como fuere, a mí me seguirá pesando aquella primera vez. Aquel tibio encuentro cuarteado, del que hoy sólo guardo una imagen vieja y pasajera, una memoria; y ella, ni siquiera eso.

La escena era cálida y muy oscura. Sí, así era… El salón estaba lleno de sombras y las sombras danzaban dando gritos, dando vueltas a mi alrededor, que era también el de ella. Ella era morena en la mirada; lo era de pies a cabeza, en realidad, sólo que aquella noche yo no pude darme cuenta, porque su piel estaba dibujada en esa extraña escala de papel antiguo. Sería la luz, que no ayudaba, porque caía en ráfagas sobre nosotros, como si disparase una ametralladora de los años cuarenta. Su boca era grande y hablaba con dulzura, a mi oído, acercando sus mejillas sobre las mías en un roce meloso pero extremadamente calculado.

Sí; ella tenía una cara en blanco y negro, preciosa, y sabía dibujar de deseo la mirada. Y yo la miré, claro; directamente y sin temor, sabiendo que lo que estaba pidiendo era un beso furtivo en el instante en que el fuego de ametralladora diera un ratito de oscuridad. Pero eso ella no podía comprenderlo. Recuerdo que también me miró, con sus ojos negros y felinos. La luz se hacía y deshacía al compás de los segundos. Uno, y su cara blanqueaba a metro y medio de la mía; dos, y la luz volvía con sus ojos en los míos, a metro escaso de distancia; tres, y sus labios ya estaban casi junto a mí.

Tres segundos, nada más. El miedo me abrió los ojos, el miedo y un sentimiento de culpa del que no podía salir bien parado. Di un paso hacia atrás y ella respondió con más centímetros entre nosotros. No sé si mi pánico me había delatado o si mis pies cobardes la habían alejado; en realidad, aquello daba igual. El instante había muerto; seguramente, nunca tendría una segunda oportunidad, pensé. De aquella noche tan lejana, me guardé unos segundos sin color y un número de teléfono.