miércoles, 23 de abril de 2008

El sendero, estrecho y juguetón

De repente, se detuvo. Miró a un cielo oculto y vacío. Y pensó. Era uno de esos días en que las preguntas comienzan a disparar al ombligo; y el de Mario era grande, demasiado grande. ¿Por qué caminar?, ¿hacia dónde? Se había detenido sólo para descansar, respirar y volver a correr, pero ahora la quietud le atrapaba en su pasado. ‘El pasado es todo lo que queda por detrás del futuro’, pensó, convencido ya de que aquel momento era su minuto, dispuesto para mirar hacia atrás.
Y miró. La primera impresión fue de vértigo. ‘¡Dios mío!, ¿tanto camino he dejado detrás?, ahora será imposible volver’. Podía ver a lo lejos el bosque en que un día naciera todo, en que sus pies comenzaran aquel sendero estrecho y juguetón. En ese bosque conociera a su pequeño amigo descalzo, con anillo y ojos azules. Aquel mediano risueño le puso el camino ante los ojos y calzó sus botas con polvo de vestir. Lo echaba de menos, sí; aunque sabía que volvería a verlo al final del camino, cuando el viejo vuelve a ser niño y comienza a resoñar; ‘algún día, él sin anillo y yo con las orejas puntiagudas’.
También podía ver la catedral olvidada, y las hogueras de aquelarres donde ardieran los prejuicios y donde hoy se consumían las primeras hojas de niñas y corazoncitos. Aquello quedaba hoy demasiado lejos, entre el bosque y las flores, donde aún costaba distinguir por dónde discurría el dichoso sendero. Casi no podía recordarlo. ‘Mucho sol y mucha luna, sí; quizás demasiada’. Pero aquellas cenizas le había enseñado a enamorarse.
Y se enamoró de Carmen, como se enamora uno de una madre; una de postizo, pero con caricias y besitos en la frente. Con ella había recorrido parte del camino, de la mano. Con ella cruzaba la calle y encontraba la delgadez de la línea que nos separa de la adolescencia. Cuánto la había querido, cuánto habría deseado quedarse escondido durmiendo sobre su falda. Pero, después de todo, ella también le había enseñado a caminar sólo.
Desde entonces todo había sido mucho más sencillo. Los Buendía le abrieron el salón de su casa, con sus verdades y mentiras, para cien años de magia soñados, que no caminados. Tomás le sacó de borrachera por los antros de la Bohemia. Le presentó a las putas y a los malos, y le mostró lo que había de amor en un mundo incapaz de soportar la levedad del ser.
Los últimos kilómetros habían pasado demasiado rápido. El ritmo comenzaba a ahogarle simplemente en el recuerdo. Pensaba en aquel extranjero ciego y genial, en aquel marido triste y pseudoporteño que matara por dolor, en el idiota bienhechor que conquistó los corazones rusos a costa de su propia fragilidad.
Pensaba y pensaba, encontrando un recuerdo para cada paso, para cada estación de silencio y fantasía, y las lágrimas le asomaban sin derramar, por detrás de sus ojos, por detrás, en un orgasmo de pasado minutero. Volvió a mirar al cielo, en son de pausa. No miró, en realidad. Giró su cabeza y miró hacia delante. ‘Este camino no tiene final’. Sonrió y siguió buscando el polvo de su sendero, estrecho y juguetón.






"feliz cumpleaños"