miércoles, 21 de noviembre de 2007

Resumen de un yo perdido y feliz

Primero fueron él y ella; sin nombre, sin subir los colores, aunque sólo tengo uno de cada. Me quisieron y me hicieron, poco a poco y casi sin querer, como nunca creyeron que sería, afortunadamente. Después hubo muchos él y bastantes ella. Él siempre estuvo más y mejor; más constante, más fiel, aunque mucho menos emocionante.
A los primeros él casi no los recuerdo. Algunos me pasaron el brazo por la espalda y me enseñaron lo humano que hay en un sábado de fútbol y palmeras de chocolate. Otros me hablaron de mujeres y labios y otros me dijeron que el tabaco era la forma más elegante de hablar frente a los mayores. Yo no hice caso, quizás por miedo, aunque recuerdo que imaginaba el olor a labios de niña después de un cigarrillo. El deseo pinchaba, pero no dejaba sangre. Los menos me preguntaron por mí, por mis padres, por mi extraña obsesión con hablar sólo y escribir mentiras de mí mismo; y he de admitir que algunos, incluso, llegaron a conocerme.
Después llegaron los primeros él, los de verdad; aquellos que merecieron la pena guardar en fotografía. Había un él que me contaba historias después de clase. Aprendimos juntos a hablar de nosotros mismos y a escuchar con los ojos; reímos y sonreímos con los sueños de un futuro que debía ser el mejor de todos los cuentos. Con él llegaron otros él. Llegaron las drogas de bar y la música de bar que pedía a gritos algo de droga donde mojar la herida, la de siempre. Llegaron las guitarras, llegaron él y él. Llegaron tantos él que supe al fin que merecía la pena aprender a conocerlos, y a quererlos. Él, con sus cervezas de guitarra entre planes y planes por hacer los días más especiales. Él, con su risa contagiosa, con su forma de repartir cariño bajo el cuero y la litrona. Él, y su obsesión por tener una ella. Él y él, que se esforzaban, por aquellos años, en no dejar un hueco a la melancolía.
Pero la vida nunca deja de moverse, y tantos cambios dejan demasiados huecos bajo las almohadas. El cambio se vistió de mayúscula, con sus vértigos y sus ojos abiertos. Y nacieron otros él. Y nació ella. Fue la primera, aunque antes hubo muchas otras. Me lavó, me vistió y me robó el paraguas para que sintiera de verdad lo que era la lluvia. Fue buena y mala; y ahora sé que eso no tiene ninguna importancia. Fue ella, con muchos acentos, que ni yo ni ella supimos dónde colocar.
En mitad del nuevo mundo saqué mis raíces. Soñé, reí, lloré y me sentí de nuevo más feo y más malo. Las drogas parieron sexo y el amor parió sexo también, así que nada podía tener demasiado sentido. En medio de todo, hubo otro él. Él me volvió a escuchar con los ojos y él me volvió a pasar el brazo por detrás de los hombros. También lo hizo un nuevo él, cuando yo dejé de ser el él de mi ella. Volvieron las drogas de sonrisa y palabra. Volvieron el rock and roll y los agujeros tapados. Y volví a ser yo, gracias a mí y a él.
Es extraño cómo el camino está plagado de gente. Caminando y caminando fui a parar a una nueva estación, más grande, más llena y con más escaparates. Con ella, plagada esta vez de ojos y de brazos calientes. Ella fue muy ella, cuando nadie parecía poder serlo, pero ella acabó perdiendo la mayúscula, y yo acabé perdiendo toda la palabra. Pero después de todo, después de tanto, después de él y de ella, él seguía allí. Él, claro, esta vez disfrazado de profesor necesitado, arropado por las letras y acorralado al mismo tiempo. Empezó enseñándome cómo mirar la vida bajo mis pies, y acabó viviendo al ritmo que le imponían los suyos, más caprichosos, más sinceros también. Él me enseñó a quererle y a quererme y a querer a otro él, el de la poesía entre las manos, entre las cejas. También quise a otra ella, la de los mofletes, la risa floja y los abrazos de primavera. Y todo siguió, volviendo a empezar.
Entonces seguí caminando y ella decidió nacer sobre mis ojos. Vino, vio y me venció, para siempre. Aunque ahora sé que el siempre nunca es de verdad y que las victorias sólo son un punto de partida. Ella vino con otra ella, que nada tenía que ver. Y con otro él y otro y otro, que se unieron a los de antes para dar un poco de color a la estación en la que paraba. Y todo fue para bien, bonito y barato. La vida siguió, cargada de ella y de él y de yo y de él y de todo lo que sigue a los puntos suspensivos…

lunes, 19 de noviembre de 2007

Un amigo de noche fugaz

El día se ha marchado ya. Y él también, aunque parezca mentira, aunque pueda escucharlo dormir al otro lado de mi pared. Allí descansa, en su colchón, en mi salón, como si el mundo fuera un juego divertido, como si nada fuera más poderoso que su propia forma de vivir, como si, simplemente, el día se hubiera muerto como uno cualquiera, sin rencor, sin agonía.
Y además, tiene razón. Nada es más poderoso y este día ha muerto igual que cualquiera, pero mejor. Él sigue sentado en su pupitre verde y yo recibo sus lecciones mientras creo caer y volar. Y me confunde. Y no lo entiendo. Será cierto que la persona más sencilla será quien te enseñe a tener la mente clara. Será que hasta quien menos pretende, puede ser grande.
Ayer me decía que el mundo me está tratando bien y yo no era capaz de rebatirle. Hoy me obligaba a admitir que soy feliz, y eso ya no puedo soportarlo.
Han pasado más de diez años y sigue teniendo dando todo lo que se le puede pedir. Me sacó de mí mismo cuando quise dar mi vida a quien no la merecía. Me entendió cuando dejé de estar enamorado. Me abrazó cuando debía hacerlo y me drogó cuando la noche nos daba la bienvenida con palmaditas de rock and roll. Se fue y volvió con los vientos, con las estaciones, para ser como siempre, porque el tiempo nunca tuvo efecto sobre él.
Creo que la gente no me entiende cuando hablo de amistad, cuando digo ‘colegas’. Si le pudieran mirar a él, lo entenderían todo. O puede que no. Hace diez años que lo conozco y eso no puede enseñarse con una mirada.
Tengo frío aún, y sin embargo todavía siento el calor de las últimas horas. Creo que me he quedado fuera, que no me atrevo a entrar en casa y sigo pidiendo un poco más de humo de palabras en el parque oscuro, donde las malas miradas. O puede que simplemente esté mareado. Será la falta de costumbre. Sigo teniendo el poso de su hablar, pausado, alargado, cálido hasta donde permiten los años de litrona. Él sigue hablando y yo sigo escuchando, sin poder callar.
‘Qué grande es el día y la noche’, pienso. Da igual. Mañana querré escupirle a la luna y él seguirá pensando lo mismo de siempre. Él seguirá siendo él, pausado, tranquilo, feliz. Ayer vino a darme la última lección. Mañana se irá de nuevo.
Creo que entraré en casa. No tengo frío, pero sé que eso tampoco tiene importancia. Ahora recuerdo que soy feliz. Mientras lo sepa, seguiré siéndolo. Mañana se irá de nuevo. Yo tendré calor, o frío, nunca la misma sensación. Puede que la llame, a ella, y siga siendo feliz. Pero él seguirá donde yo no lo sepa, seguirá viviendo, y durmiendo en mi salón.