viernes, 18 de diciembre de 2009

Entre luces y colores

‘Castaño claro’ quiere ser feliz. Sale de casa solo y sonriente, armado de cuero y guantes de piel. La noche brilla como nunca, por aquello de la navidad y sus antojos de colores, y por la luna, caprichosa, que se ha hecho mayor para unirse a la fiesta. A ‘Castaño’ le gusta esta noche; no hace frío y el mundo descansa en el sofá viendo ‘House’. ‘Las calles para mí’, piensa ‘Castaño’; arranca la moto y empieza a soplar.

Por una vez, Gallardón reconcilia a ‘Castaño’ con el mundo interior, el de mentira. Las luces de Madrid le envuelven y le colocan, metro a metro, segundo a segundo. Acelera la moto y la locura arrecia en una extraña forma de salud mental. ‘Soy una puta cigüeña’, piensa. ‘Castaño’ abre los ojos y el aire se le clava más allá de las retinas. Frena un poco, apaga los ojos y vuelve en sí por un momento. ‘A ver… me estoy desviando’. Gira y acelera, y vuelta a empezar.

Ahora ‘Castaño’ piensa en ‘Morena’, y lo feliz que sería en el asiento de atrás; abrazada, acurrucada, con los ojos abiertos al país de las maravillas, a ese Madrid asustadizo plagado de luces y sueños, a esos sueños cristal que se rompen cuando dejas de frotar la lámpara de los cuarenta ladrones. ‘Y lo peor es que sabe lo que se está perdiendo’.

‘Castaño’ piensa ahora en Pink Floyd y Dylan. Piensa que el viejo Bob tenía razón, que la respuesta siempre estuvo flotando en el aire y que ella lo que hace, lo hace siempre como una mujer. Vuelve a girar y se despista. Ha vuelto atrás. No quiere llegar a su destino. Le esperan, sí, pero ‘Castaño’ es feliz dando vueltas por Madrid; bajo esa luna caprichosa, acunando un colocón de luces que cree que nunca acabarán.

Frena, pisa el suelo y se detiene. Junto a él se para un coche, que gime con un CD de rock antiguo. ‘I wish you were here’, sí. Una voz se quiebra y no lo hace por amor. Un canto de amistad por un amigo colocado, que no pudo tocar. ‘Eso sí que es poesía’, piensa. Castaño vuelve en sí desde su celda. Ahora sí le toca llegar al final.


martes, 1 de diciembre de 2009

La niña tenía un sueño

Uno grande y complicado, de esos que se temen y se aman a distancia. La niña ya era grande; sus ojos contaban la edad de columpiarse sobre el mundo o perderse bajo él; pero muchos decían que seguía siendo una niña preciosa, de piel canela y sonrisa mayor. También él lo creía. Para él el sueño era ella, esta vez. Había tenido decenas de sueños; sueños de faldas y de vida, de luces y de neón, de comerse el mundo y de caer devorado entre labios de un ‘te quiero’ para siempre.

Esta vez era ella, porque sí; ‘por los milagros’, se decía, ‘nunca se debe dejar escapar los milagros’; había visto pocos en su vida pero todos se habían quedado en él. Era un soñador, y lo admitía. Soñó con una ciudad de Babel, y la encontró; soñó con una lágrima de mujer, soñó con un micrófono y millones de voces detrás de él, soñó con un papel de letras infinitas, por manchar y leer. Soñó mil veces y tantas veces vivió hasta desfallecer. Era un vividor de sueños, venido a menos.

Ahora, sin embargo, soñaba atrapado en un silencio incómodo. Poco podía hacer. Su sueño de ella estaba en manos de la niña de los sueños. Su sueño de Babel, en manos del tiempo y sus caprichos, y en manos de un pequeño dios venido a más.

Un dios grande entre los hombres, que contaba sus días fatigado entre sus dominios y sus dominados. Un dios canoso, vivido y leído, y muy hablado. Un dios genial, que soñó un día con un teatro entre clásico y tabernero, y que había gozado en sueños lo que la vida real no pudo satisfacerle.

Él no quería ser así, al menos en la parte de los ceños fruncidos. Él quería seguir adelante a gran velocidad, parando sólo para beber un trago, un vino, una cama despierta, hasta el amanecer. Ese era su plan y sin embargo, no podía moverse. El mundo entero se mecía y el otoño le paraba los pies. ‘La chispa, eso es… necesito la chispa adecuada, para volver a arder’.


martes, 17 de noviembre de 2009

El Olmo y su amigo melancólico

«Me siento como una cigüeña.»

El Olmo entorna los ojos. El día ha sido duro, no cabe duda; sin ella, por una vez y por completo, pero con los ojos de un amigo que no paraba de recitar paredes.

«¿Por qué, Olmo?»

«No sé… -su gesto se agota de cerveza –porque vuelo y me poso… vuelo y me poso…»

El amigo le mira y se vuelve a reír. “Tengo que apuntarme eso”, piensa. Él también tiene motivos para descansar; tiene su ella, su tiempo imposible, su silencio incómodo. Y su peso. La lucha continúa, mientras él se empeña en mirar hacia otro lado, hacia adelante. “Qué bonito es el presente, ¿no?”, había dicho Olmo. “Amén”, pensaba él.

«Somos dos artistas descorazonados.»

Olmo no quiere abrir los ojos. El alcohol le sigue dando cuerda; ya no puede ver más allá de las paredes, pero siente cada milímetro de mundo que le baila alrededor. El ficus, la guitarra y las notas de italiano; las tulipas rojas del salón, las gotas de agua sucia empañando la ventana. “Todo son átomos en intercambio”, había dicho en el primer bar, frente a un millón de cacahuetes y las primeras cerveza.

Y frente al agua; esa extraña plaga de un país acanalado, plano y húmedo, evocador, pero frío y solitario.

«Este pueblo es increíble, Olmo.»

El amigo melancólico piensa en canales y un atardecer.

El Olmo duerme ya, o finge hacerlo, mientras Calamaro rompe el silencio con sus crímenes perfectos.

miércoles, 4 de noviembre de 2009

'2046', de Wong Kar-wai

Él viste un traje gris y se engomina el pelo. Sabe mirar al infinito y dibujar de labios una indiferencia en la que no puede creer, pero que le viste con honores de señor de damas descorazonadas. Ella es bella de pies a cabeza, porque debe serlo, hasta el último rincón de las pestañas. Los ojos la enfocan con luces de neón; es la estrella, una dulce princesa inmaculada que finge dormir apoyada en su hombro. Un asiento trasero, un taxi hacia ninguna parte. La música mece un amor extraño, trágico y universal, de esos que, al menos, merece la pena contemplar.

2046… una cifra casi casual, un número que nos habla, que se empeña en jugar con nosotros mientras el circo da vueltas sin casualidades. Quizás un futuro de cartón piedra; un futuro de disfraz, de pasado empolvado en fantasías. El cine sigue girando y las máscaras se vuelven de cristal. 2046… eso era… una mera habitación de hotel… un oscuro rincón donde llorar al amor y saborear al sexo. Un juego fantástico, con sinfonía y cámara lenta; y esa cadencia genial del genio, que te baila, que te acuna en cada calada y en cada paso de tacón.

Una obra de arte.


lunes, 26 de octubre de 2009

Psicodelia musical para un lunes con agujetas

Para un lunes que pesa, como hacía mucho. Uno enciende la tarde bocarriba y ojiplático, esperando un guiño de una cama que devuelve soledad; el sol se marcha sin un mísero ‘hasta luego’, a la traición de un olvido veraniego que no asume todavía la noche de las seis y diez. En la radio suena un disco: ‘Since i´ve been loving you’. Psicodelia pura. La cama comienza a levitar.

Una guitarra dolorida, dulce; la cuerda tararea un poema setentero y lejano hasta el infinito, hasta dentro; la batería acuna a pedaladas un paseo por la calle de la lírica mojada. La noche se convierte en humo y whisky. Los ojos se cierran; la tierra se frena bajo los pies; la música marea con su veneno… dulce y cálido veneno. ‘Sí… cualquier droga bastará…’

El sueño comienza a bailar, en una paz narcótica y semidespierta. Ella vuelve a aparecer. Su imagen se viste en blanco y negro, sobre la almohada; piel morena, ojos de cristal. Su cara juega con el humo de las notas. La guitarra la viste de esta psicodelia cuarteada y gris. Su voz se mezcla en caja y bombo, en ese compás de tres segundos. Un alarido de voz, tras el micrófono; millones de palabras que siempre guardaban el mismo secreto. ‘¿Dónde estará?’ El blues de Robert Plant no está hecho para las respuestas.

martes, 13 de octubre de 2009

las chicas sólo quieren divertirse -octubre cae en jueves, segunda parte-

El chico ya no quiere tempestades; hoy no. Ha salido del seto con la agenda en la pechera, colgado numeritos. ‘Hoy es jueves, otra vez… y yo sin darme cuenta’. No sabe por qué se tuvo que esconder; su memoria es más lista que él y ya lo acuna con montañas de presente. Hoy luce el sol, por casualidad, como el amor en los juegos de Kundera. ‘Y se agradece, sí señor’; el chico sabe disfrutar de las casualidades.

Octubre clarea, disfrazando de colores un minimundo de grises rumbo al frío. El chico mezcla la soledad de la calle con la soledad de la alcoba, por cambiar de aires. Ve una peli de amor cruel, de los dramas que se aplauden porque ‘joder qué puta es la vida y qué bien la muestra el director… ojalá tuviera también valor para el suicidio’. Piensa en el protagonista. Es un hombre bueno, pero eternamente equivocado; y sí, paga su equivocación despreciando a la chica a la que ama, la chica perfecta, bella y frágil, llena de amor y desaliento. El hombre es un cabrón, aunque tenga sus motivos. La peli es grandiosa, pero el chico piensa que el amor ya nunca es lo que quiere hacer de él el hombre duro. ‘Eso ya pasó de moda’.

‘Y yo no soy un hombre duro, que es lo peor’. El chico piensa ahora en chicas, en las de verdad. En aquella chica de la boda… sí, la novia de guapa y blanco que se había ido de casa un mes después, sin respuestas y sin nada de nada, despidiendo a su recién marido; un supuesto amor de cien a cero en cuarenta días, y quién sabe qué pocas noches. Y piensa en la chica que lloraba en la cama; la que después rió en la suya, con los dedos en su espalda y los susurros en el viento. La misma que pasó a la cama de al lado, al poco rato de su ‘hasta luego’. Y piensa en la chica de ayer, la suya. Su memoria le devuelve los recuerdos de las noches pasadas bajo el seto. ‘Sí…’, piensa, ‘eso era… la siguiente estación’; su cabeza ya revolotea, perdiendo el suelo. ‘Quizás sí que quede la esperanza’.

Entre tanto pensamiento, una canción antigua suena de fondo en una mueca más del mundo, perversa por casualidad. ‘Girls just wanna have fun’. El chico sonríe. Piensa en la chica de la peli, la bella enamorada. ‘Ella quería ser feliz; las demás ya sólo quieren divertirse’.

jueves, 8 de octubre de 2009

Octubre cae en jueves, esta vez...

Algún chico de alguna calle de otoño regaña con sus dientes unos metros de este jueves de octubre tan antipático. El chico se llama ‘imbécil’, porque no sabe que el camino es demasiado largo para ponerle etiquetas. Pero se las pone, sabiendo que se asquea de esas grandes ilusiones que va dejando disfrazadas por el camino, rellenas de nada de nada. Y la nada va deshojando el calendario, pegajosa y cruel; y nuestro chico camina una calle en marrón cuarteado, midiendo sus calores con las piedras del camino, jugando a ser el chico más fuerte del mundo, jugando a suicidar cachitos de un corazón helado de repente, por aquello del rebote.

‘Se acabó; este juego no es para mí’. Lo dice porque no se siente ganador, a pesar de que las piezas sigan encajando, de que el dibujo de este puzle bélico es más claro y más bonito cada día. A pesar de todo, nuestro chico corre por la calle solo y ciego, buscando refugio, mirando al frente que no ve, hacia los rincones cálidos de un asfalto que nunca le ha fallado.

‘Aquí me acurrucaré, hasta que todo pase. Aquí no podré encontrarla. Si me busca, volveré…’, el chico se acomoda entre los setos, aún disfrazado de pinturas de guerra. Se agacha y llora un poco; es un chico. El mundo pasa por su lado, pero no le mira; le deja descansar. Sigue girando frío y silencioso, olvidadizo. Las hojas van cayendo y la lluvia ya no moja por causalidad. Las calles cantan tempestades, como siempre. En algún rincón, un chico se hace fuerte contra el tiempo, contra el juego que no puede olvidar.

jueves, 1 de octubre de 2009

‘Inglourious Basterds’ – malditos genios…

La luz se apaga y la música enciende los ojos del espectador. ‘Es él, piensa’; el aire se perfuma con esa fantasía bastarda, esa burbuja tarantina. Un compás y decenas de rótulos, en rojo sobre negro; un aire musical entre francés y midle-west. ‘Es él, ahí está’, piensa el chico de la butaca, ‘no cabe duda’. Porque a Tarantino es fácil esperarle.

Uno lo imagina feliz y colocado, sobre un sillón, esbozando una sonrisa de cabrón con suerte, mientras juega con su cámara a la Segunda Guerra Mundial. Él ordena su teatrillo y dibuja personajes como sutiles caricaturas de un mundo fantasmal y divertido, a partes iguales.

Un francés enorme y pobre, un digno héroe para todos, salvo para el genio que monta el espectáculo. Veinte minutos de cine en grande. Una lágrima y se acabó; el revolver dicta de nuevo, vida o muerte. El salvaje Tarantino vuelve a cabalgar.

Brad Pitt masculla un terrible acento yanqui. Juega a matar y arrancar cabelleras. Se divierte ordenando y dando muerte; extrema y cómica, un clásico del autor. Pero ni Brad es importante, cuando la historia del mundo –el de Tarantino, claro- depende de un hombre y una mujer. Un alemán soberbio, espectacular. Una francesa épica, a la altura de Uma Thurman, pero con la cara angelical de una parisina sin voz grave. Ambos juegan con la historia del mundo, para volarla por los aires. Tarantino se cisca en el 41’ y sale indemne; palabra de genio, no se diga más.

El chico de la butaca se ha divertido y se marcha del cine reviviendo el espectáculo. ‘¡Qué espectáculo!’, piensa; ‘¡maldito bastardo!’

miércoles, 23 de septiembre de 2009

Las palabras, el adios y lo demás... cuento triste

A Gabriel nunca le había gustado despedirse. No sabía. Había aprendido a escabullirse sin hacer ruido, entre la gente y la noche, siempre leyendo el momento en el que nadie pudiera arrancarle un ‘lo siento’. Era una táctica que había convertido en rutina de noche y amigos, y en escudo contra algunas lágrimas que nunca nadie pudo contemplar. ‘Mejor así’, se decía siempre; ‘mejor para todos’. Un truco viejo y sencillo; algo, además, con lo que seguir alimentando el misterio.

Pero esta vez no; la estrategia no servía de nada. ‘No puedo hacerlo’, pensaba, con la triste mirada perdida en el punto infinito de su frente. Había colgado el teléfono y se inclinaba ante el papel en blanco, buscando respuesta en unas palabras que aún no podían existir. Esta vez no cabía el camuflaje.

“No puedo más Elena; lo mejor es que no volvamos a vernos”. Lo había pensado y recitado, sólo cinco minutos antes de descolgar el teléfono. Pero había sido imposible. ‘Imposible’. Aquella palabra lo seguía taladrando con crueldad. La cabeza le hervía en deseo y el deseo crecía sin final. ‘¿Por qué?’ Él sabía por qué, pero sus ojos no podían dejar el infinito. Sí, aquel recuerdo, aquellos ojos, aquellos labios, aquel pañuelo saliendo del metro en busca de problemas, en busca de él. Un beso, y muchos más; un aliento que se había hecho demasiado cálido. Un “no” sin ninguna explicación. Un “no” entregado en carne, una apuesta a mayor, a todo o nada, a un futuro en el que seguía confiando y del que su mente no podía escapar, aunque quisiera. ‘Algún día sucederá, algún día’, y por eso, y sólo por eso había dicho ‘no’.

Aquello aún le perseguía por las noches, y por ello no podía decir ‘adios’. “Adios, Elena, adiós”, se decía, mientras pensaba en ‘hasta pronto’. Por eso se le había atragantado aquella despedida de teléfono y balbuceos. ‘No sé hablar con ella’, había pensado. Ahora se inclinaba en el papel, buscando el calor de todo aquello que nunca se dice. Y comenzó a escribir.

“Yo no quiero despedirme, Elena; yo no quiero este adiós…” Levantó la cabeza y miró hacia la cama. “¡Sonia!”, en el teléfono sonaba ‘River’, de Bruce; ‘el jefe’ acababa de cumplir 60 años. Gabriel se levantó e inventó la mejor de sus sonrisas. “Hola cariño, ¿cómo estás?”

Lejos de allí, Elena trataba de habitar en su soledad, recordando al chico que no había sabido decir adiós, convencida de un amor que aún no había comenzado.

jueves, 10 de septiembre de 2009

Homo dudens

La primera ley del ‘Hombre sapiens’ libre es no dudar. Si vacilas, estás perdido; si te pierdes, mueres, encerrado en la duda, es decir, en ti. La segunda es caminar, siempre hacia adelante y sin pisar el freno.

Al señor independiente le gusta jugar con el calor de los tiempos. Le gusta el beso, la charla alegre y estridente, sin reservas; le gusta incluso el minuto indeciso que precede al placer. Le encanta el placer, sea cual sea, y eso le hace más libre, aunque también más inestable, siempre pendiente de los viajes que da el sol.

Al señor cálido no le gustan los ‘no puedo’, ni los ‘ahora no’. Le pesa el tiempo tibio porque sí, los días entre hola y hola, las carreras por matar el tiempo que se arrastra antes del día señalado porque ya está bien de tonterías. ‘Cálido’ necesita demasiado a las palabras, a las bocas que siempre hablan de él, o de todo lo que le rodea. Y además, la necesita a ella, esté donde esté y sea donde sea. ‘Cálido’ es buena persona, es tierno y silencioso, pero acostumbra a olvidar la primera ley del ‘Hombre sapiens’, y al resto de ‘dudens’ que le suelen rodear.

Para colmo, al señor frío le encanta pensar desde arriba. Dice que allí se siente más mayor, más sabio; que los desvelos de ‘cálido’ se convierten en chistes verdes y los juegos de ‘independiente’ en cuentos de salón. Para él poco tiene sentido en el mañana, que es lo único que le interesa. Él cierra la puerta y adelante ya no queda nada para oler. ‘Habrá que seguir caminando’, dice. Pero el problema de ‘frío’ es que sólo conoce la segunda ley del ‘Hombre sapiens’, y es tan sólo ella la que le obsesiona: caminar y caminar, dejando el campo yermo a cada paso.

El ‘Homo Dudens ‘ se pasea buscando un sitio donde anclar. Mientras sabe que no es nadie, según el momento. Mientras admite que hablar en primera persona acaba siendo agotador y vergonzoso.


miércoles, 2 de septiembre de 2009

'El lobo estepario', Herman Hesse

Sucede que a menudo los libros le eligen a uno. Es extraño y misterioso; casi místico, en el plano de quienes profesan la religión de los estados de ánimo. Pero sí, ahí están las letras esperando a unos ojos hambrientos de un ‘algo’ que desconocen pero desean, ‘cualquier cosa’, diría uno de estos parroquianos del alma, hasta que el libro se abre y la función echa a andar.

Y sucede que a Javier le tocó vivir uno de esos ratos de magia a solas, hace un par de meses. ‘El lobo estepario’, de Hermann Hesse. Lo juzgó por encima y receló, recordando una obra anterior del escritor alemán que le había sabido a poco y a fácil. ‘Habrá que intentarlo’, al fin y al cabo, las recomendaciones siempre merecen un esfuerzo. Y la función echó a andar.

Por unas horas, Javier creyó reconciliarse con su propia soledad, con el lobo estepario que le aullaba dentro. Empezó a sentir el alivio del dolor, la belleza del dolor, el absurdo jugueteo de una cabeza loca falsamente rechazada del mundo, por pura correspondencia. Le volvió a brillar el ojo, como aquellos días en que se sentía un ser especial, una persona viva y diferente al resto de carnes errantes encadenadas al resto del ganado. Sí, era otra vez diferente y eso le hacía sufrir, pero también le convertía en el hombre más vivo de todo el mundo. Y la esperanza… oh, bendita esperanza, se volvió a dibujar en la línea del mañana, como un vaquero a contraluz en el horizonte.

Sucede que a menudo los libros se traen su magia a tus pies, como la vida de los parroquianos, los que profesan la religión de los estados de ánimo.

"Cuando he estado una temporada sin placer y sin dolor y he respirado la tibia e insípida soportabilidad de los llamados días buenos, entonces se llena mi alma infantil de un sentimiento tan doloroso y de miseria, que al adormecido dios de la semisatisfacción le tiraría a la cara satisfecha la mohosa lira de la gratitud, y más me gusta sentir dentro de mí arder un dolor verdadero y endemoniado que esta confortable temperatura de estufa."

martes, 1 de septiembre de 2009

Volvemos

Agosto se va y el cuento se cierra, sin trompetas, sin perdices, convencido de morir con el deber cumplido. La vida dibuja una muesca más en el bastón de los días que merecen ser pasado. El quehacer renace salvaje, frío, entre el café y las ‘buenas noches’. El mundo gira de nuevo y finge ser igual que el que dejaste anclado, como si nada de esto hubiera pasado.

Pero pasó, y mucho. Un sprint de noches cálidas, una gota de agonía en letras de segunda persona, un hilo infinito y recién cortado; un sudor frío y ebrio, una sonrisa de niño, al fin; una risa floja de chulo cervecero, un aliento tierno, cálido, un tacto de labios encarnados y una calle gris, de madrugada, vestida de un deseo ceniciento, de reloj y sin zapato. Una colección de miradas sonrientes; un coche y dos plazas, y la música sobre el asfalto, que nunca está parado.

Hoy las gotas caen del cielo. Me recuerdan que la lluvia volverá; que ya espera bufando entre los matorrales; que mojará, como siempre lo hizo, salpicando las notas que aún se dejan caer de mi ventana. Hoy la vida sigue, y no porque uno quiera, que también, sino porque la rueda gira y gira y quedarse atrás no está permitido, no cabe.

La música suena en mi cuarto, templada. Dire Straits me recuerda que no siempre Romeo supo elegir los momentos. El teléfono hierve de radio. La camisa pierde el blanco con el sol. El verano se fue; el estío muere, pero el rastro sigue oliendo a mar.

Hemos sido muy felices, ¿verdad? Para qué pedir más.

viernes, 26 de junio de 2009

El hombre del espejo

Carlos vivía en una caja de percusión, sentado ante el espejo; y no pestañeaba. De noche miraba al frente, a su propia cara, buscando un montón de arrugas que descodificar. Ésta por aquel trabajo mal pagado, ésta por ella y por ellas, y esta por los días de lluvia y frío, solo entre las mantas. De día le echaba carreras a las nubes.

No había descanso, salvo en los ratos en que el espejo se hacía un poco más convexo. Entonces sí, los ojos se abrían a la claridad de la calle, fuera de la caja de percusión, y paseaban durante horas por el patio del mundo iluminado; el verdadero. Aunque Carlos aún no era capaz de reconocer la verdad y la mentira. ¿Era aquello cierto?, ¿aquellas voces?, ¿aquel neón?, ¿aquella piel morena mirando al frente? Aún no podía saberlo, pero cada instante de convexidad le alejaba del centro del espejo, de las arrugas y los ojos negros.

lunes, 22 de junio de 2009

La insoportable carrera del amor a la indiferencia

A Javi le duele mirar al pasado; al anteayer, a ese coco feo y triste que se empeña en amargar los refrescos del verano. Por eso no lo hace. Ni mira ni escucha, por aquello del escondite inglés, del olvido, del tiempo que corre y deja tibio el estómago y lejana la conciencia; esa maldita conciencia. Él sólo corre y el mundo no puede culparle por ello. Corre deprisa, esperando que el futuro llegue un poco antes y su barita se encargue de pegar los cristales rotos. Esperando a que Olga se encargue de aflojar la correa; que sólo olvide y sea feliz.

Pero a Olga la alegría le queda un poco a desmano. Le huele sólo a pasado, que es lo peor que se puede decir de la felicidad. Ella espera y espera, ahogada en las lágrimas de cada noche de puro recuerdo, en esa almohada perezosa que se pudre de humedad. Ella no quiere, sólo espera. Espera que el mundo vuelva a conspirar en su favor, como aquellos días. Espera, al menos, que Javi responda al teléfono y tenga el valor de dictar sentencia.

Pero Javi ha corrido ya demasiado, del amor al olvido en menos de cuarenta días. Y Olga sabe que el valor, como todo, ya no es sólo cosa de hombres.


lunes, 1 de junio de 2009

Abrir los ojos, que ya es hora

Y ver al sol meloso desplumando las aceras. ¿Serán las diez? Lo mismo da. La liga se ha acabado y el tiempo es sólo un campo yermo y sin semillas, un solar infinito esperando a que yo sea quien agarre la azada. Pero la verdad, siempre fui perezoso para esto de la siembra. O no lo fui, pero el pasado es ya un perfecto pretérito al que no acabo de conocer, como aquel futuro; un ayer de nebulosa granizado entre mis manos. Aquel pasado se fue, o nunca estuvo; y eso qué más da, delante de este yermo campo infinito. El caso es mirar al espejo y ver las manos vacías, los ojos negros y los dientes blancos, doloridos de no morder.

Las aceras están llenas de butrones. Uno se pasa el día de salto en salto, haciendo equilibrios para no caer hasta llegar a casa. Entonces sí; te caes y te encoges, escondes la cabeza y lloras una vida para ti, entre los cientos de miles de almas que nunca jamás merecerán la pena. El teléfono suena y la risa parece de verdad; la cerveza derrama tempestades, y hasta los dulces de leche de todas las edades llegan desde lejos para hacer que pierdas la cabeza por un rato. Sólo entonces llenas la mente de olores frescos, y sólo eso merece la pena el rato de palabras blandas y pensamientos de mentira.

Uno es más feliz cuando hace las paces con la mentira.

La vida sigue. Ahora toca caminar.



jueves, 5 de marzo de 2009

Primera línea

Mamá dice que ya han pasado tres semanas.

¿Será cierto?, no lo sé. Hace días que no concilio un sueño en

 paz y las horas no paran de dar vueltas sobre mi cabeza, como una mala borrachera. Ojala fuera eso, ¿verdad? Que todo acabara en sermón mañane

ro y zumo de tomate. Que el sol purgara mis malas lunas, vomitando culpas y no cargándolas de preguntas que nadie quiere responder. ¿Por qué cojones nadie quiere responder? Tú lo sabes, ¿verdad? Tú has tenido diecisiete años y has odiado esa mierda de mentira inacabada que se envuelve para que los niños tontos no lo pasen demasiado mal. Tú lo has vivido también, no hace mucho; sólo que ahora eres un convicto, y eso te convierte para siempre en hombre.

Mi cuarto está como el tuyo, ¿sabes?, varado, refugiado en ayeres. Vivo en un pasado que ya no existe, del que no puedo escapar porque no consigo entenderlo. Mis cuatro paredes son de ayer, de anteayer, del día exacto en que te fuiste, aunque empiezan ya a tener el turbio olor a dejadez, a desidia, a las hojas del calendario del mes pasado.

Aquí todavía es abril, ¿sabes? Maldito abril. Maldito el día en que el mundo decidió que no eras una buena persona. Maldito seas tú, si es que no me quieres lo suficiente.

Porque mamá no sabe quererme. Lo intenta, sólo que aún piensa que el amor es una burbuja frente al mundo. Sólo que a mí ya no me sirve; no, al menos, ese mundo que te ha encerrado para librarme de ti.

jueves, 12 de febrero de 2009

cine - 'Paradise Now', escuchemos...

En un país en el que sólo cabe elegir trinchera y pegatina, a veces es bueno cometer la imprudencia de escuchar y abrir los ojos, en silencio; a veces es bueno girar la llave solo y pensar.

La llave, sí; la llave gira y la luz cae; y empieza el juego de una historia de ficción demasiado real como para jugar a los héroes; y aquí los héroes son más bien dignos de desprecio. El paraíso, ahora; porque quizás el mañana nos demuestre que la ilusión de ayer fue demasiado estúpida como para empeñar tantos días.

En un mundo en el que escuchar no está de moda, un grupo de artistas nos enseñan una realidad, una parte de ella, que existe, que respira y que piensa y ama como nosotros. Quien no quiera mirar, que siga con los ojos cerrados.


jueves, 5 de febrero de 2009

Esperando a Alicia

Dicen que Alicia ya no vive aquí. ‘Se fue hace unos meses, pero volverá’, cuentan las porteras. Se marchó con los aires de un tiempo que empezaba a molestar, que amenazaba, que quería devorarla en el túnel del invierno frío y laborioso, del que nadie escapa, a no ser de un billete de avión ya costeado.

Alicia se fue, en noviembre. Sí, su padre dijo sí y la niña Alicia volvió a sonreír con su juguete viejo. ‘Me iré a la India, papá’, Alicia le da un beso; ‘en el fondo no eres tan malo conmigo’. Papá respira por un rato, aliviado, confiado en el armisticio que le da su economía. ‘Y cuando vuelvas, a buscar trabajo, Alicia’. Pero Alicia ya no vive aquí, y no le escucha.

Vive ya flotando en las barbas de la miseria, la del turista tierno. Se viste de zapatillera y regala caramelos a los niños; regatea mecheros en el mercado, fuma pipas y bebe té, con mucho azúcar; camina y habla con la gente, convertida a la religión del occidente viajero. Gasta el dinero y regala pan a los hambrientos. Camina entre monumentos, entre polis corruptos y muyahidines, entre vacas y mujeres laboriosas. Su cámara de fotos costó 300 euros.

Me cuentan que Alicia aún no vive aquí.


jueves, 29 de enero de 2009

Edgar Allan Poe - El misterio más allá de la tumba

La tarde era fría, como siempre. La ciudad bajaba las persianas de otro mes de enero con escarcha y vaho, a partes iguales. De puertas adentro, todo en orden; manta, sopa y tele alta; los niños hacían los deberes y los padres jugaban cansados a mecer una noche más entre el sofá y la comisura de algún beso de estación. De puertas afuera, la noche se abría con algo de magia. En un rincón de aquella ciudad, de aquel Baltimore abovedado, un hombre sin nombre cumplía con el ritual de lo realmente importante, de lo que nunca se acaba. Un homenaje anual a la letra y a la sombra; un giño a las buenas costumbres, las oscuras, que ya dura sesenta años.

Edgar Allan Poe nació un frío mes de enero de 1809. Rico e irreverente, lo fundamental para una vida dedicada al tintero, marcó los pasos de su leyenda desde antes de convertirse en un adulto adinerado. Con veinte años comenzó a escribir, huyendo del estudio y el trabajo serio. Con veintidós, era ya el mejor cuentista de los dos continentes. Su muerte, prematura y esperada, alcanzó el misterio de sus mismos ‘relatos extraordinarios’, un misterio que aún hoy no se ha querido esclarecer, por bien de la leyenda.

La pasada semana, el maestro de lo sombrío habría cumplido doscientos años. Baltimore lo recuerda hoy con una romería de recuerdos del autor, desde la taberna de sus desvelos hasta el lugar en el que se enamoró de su prima Virginia Clemn, de tan sólo trece años. En su tumba, como cada 20 de enero, centenares de personas acuden a rendir homenaje al escritor, en la tumba donde reposan sus restos, en el cementerio Old Western, en la esquina de las calles Fayette y Greene. Allí se congregan amantes de las letras y del fetiche de la historia; estudiantes, escritores, maestros y políticos. Pero sólo uno de ellos cumple con su ritual, con el mismo lenguaje que nos dejó el maestro, con el mismo honor, con el mismo misterio.

Como cada año desde 1949, un hombre sin nombre, un Poe Toaster sin cara y sin voz, se escurre entre la gente para dejar su ofrenda al poeta: una botella de coñac semivacía y un ramo de rosas rojas. Nadie nunca logró hablar con él; nadie sabe por qué coñac, por qué rosas, por qué él y por qué Edgar Allan Poe. Pero es él, sin duda, quien mantiene vivo el legado de un maestro que vivió del cuento y del misterio sin resolver.

Considerando entonces a la Belleza como mi provincia, mi siguiente pregunta se refería al tono de su más alta manifestación -y toda experiencia ha mostrado que este tono es uno de tristeza. La Belleza, de cualquier clase, en su desarrollo supremo, invariablemente mueve a las lágrimas al alma sensitiva. La melancolía es pues el más legítimo de los tonos poéticos. " Edgar Allan Poe

martes, 20 de enero de 2009

Cuando el tiempo sólo pasa

Enero se derrama casi sin querer; sin saltos, sin cigarras… la hormiga camina sin mirar a los lados; trabaja y duerme, y folla cuando puede hasta que sale el sol y debe volver al reguero de fieles del suburbano. La hormiga camina y el tiempo filtra solo la arenilla de esta lluvia de enero, que no deja espacio a los cantos rodados. Qué hermosos eran aquellos guijarros, ¿verdad? Aquel verano tonto de risas y gafas de sol, aquel tiempo tranquilo con el disfraz de lo eterno; sí, pero lo eterno es siempre mentira, con que sólo nos queda esperar para volver a ser embusteros. Entonces será el sol lo que oscurece; porque la luz nos recuerda nuestro lado animal, nuestra alma vegetativa, esa que entristece añorando la primavera. Y el invierno de enero es algo así como la siesta de las pequeñas cigarras.

Este enero oscuro ha traído los deberes de siempre. Nada cambia y todo fluye, pero al revés, que diría el poeta. Carlos sigue sin saber si su chica le pone los cuernos. Intuye que sí, por la experiencia; ha aprendido ya a mirar hacia el suelo y a esperar sus minutos de cariño, de gloria taciturna, que sigue aguardando como los más especiales que ella es capaz de entregar. La mentira de Carlos es, en este caso, una mentira impía pero inocente; la cena con galletas de quien ha pasado el día a pan y agua.

Veinte metros al sur, está Julián. Aún no es capaz de vaciar la botella, pero bebe cada noche trago a trago, gramo a gramo, sin esperar el día en que ver ese culo brillante y vacío, en que el tiempo haya hecho su trabajo y el ayer le mienta convertido en pasado pluscuamperfecto. Anoche volvió a salir. Volvió a ver una cara conocida y volvió a aquel polvo peregrino ya casi olvidado de calentura inmediata. El tiempo vuelve a girar y él se ha quedado para esperarle.

Este invierno terco nos sigue vigilando. Al menos es sincero, con su frío, su pasacalles y su gris perpetuo. Enero nos cobija hasta que escampe y volvamos a la vida de la rueda que gira. Hasta la primavera.


miércoles, 7 de enero de 2009

Mario Benedetti y la radio

-Hace unos años, encontré este pequeño regalo radiofónico de Benedetti, casi por casualidad, en un horatorio de esos tiernos, en que los jóvenes se sientan en las escaleras con ganas de llorar, sobre su libro de poemas de bolsillo.
Para mí fue un ratito de magia. Un homenaje a la compañía, y a la radio bien dicha.-

"Buenos días. Parece que hoy nos conceden un poco más de espacio.
¿Tregua globalizada? Ya era hora. Recorro lentamente los diarios
matutinos y las noticias no son tan nefastas como es habitual. Por
ejemplo: en Kabul los cines reabren sus puertas. Hace veinticuatro horas
que no hay ping pong de amenazas entre la India y Pakistán. Sharon y
Arafat se limitan a contemplar en televisión sus odios respectivos. En
España sólo tres maridos mataron a sus mujeres, aunque sólo uno de
ellos agregó a la suegra por las dudas. En Buenos Aires hay quien
propone un sistema especial de semáforos para evitar accidentes en los
cruces de cacerolazos. Hace dos días que el presidente Bush no agrega
más países a su nómina de futuros invadidos. No obstante, la naturaleza
halla motivos para vengarse de algo, de alguien, y reparte terremotos,
inundaciones, volcanes en erupción, torrentes desbordados. No sé si
ustedes piensan como yo, pero este mundo que nos ha tocado es una
lástima.
Dicen que fue un astrónomo de Cambridge, Stephen Hawking, el inventor
de la insensata teoría del big bang (el «gran pum», según Octavio Paz),
pero a mí es algo que siempre me provocó un explicable desconcierto
junto a una inexplicable repugnancia. Eso de ser choznos de los choznos
de los choznos de la nada no es por cierto vivificante ni confortador.
Que esta plétora de continentes, océanos, cordilleras, millones de
humanos en pigmentos varios, alimañas que van desde la cucaracha al
elefante, signifique algo así como un piojo en la inmensidad del
universo, hace que nuestras vidas se refugien en la brevedad de cada
almita. Y es entonces cuando la asunción del dinero se vuelve ridicula,
pese a que ese dinero sea después de todo indispensable para la
conquista y el ejercicio del poder.
No es mi propósito, queridos oyentes, desanimar a nadie, pero conviene
ser realistas, ser conscientes de nuestra verdadera dimensión, por
insignificante que sea. De todos modos, cuando la muerte le llegue al
poderoso empresario y al gobernante imperial y también al miserable
dueño de su pobreza, las cenizas de uno no pesarán más ni menos que
las del otro. En ese inapelable desenlace la despiadada pálida nos iguala
a todos y las penúltimas huellas se confundirán con las últimas. Mirar al
infinito es meterse en honduras. Medir un trozo de ese infinito con las
vueltas del día, es admitir que el infinito es siempre incomparable. Hay
pocas suertes capaces de salvarnos de ese y otros abismos, y una de
esas suertes es el amor. El amor es el único poder capaz de competir
con el abismo, de hacernos olvidar, aunque sea por una noche, del final
obligatorio. Ni siquiera el recuerdo del repugnante big bang puede
despegarnos del amor. Así que a amar, amigos míos. Sepan que es la
única fórmula para reconciliarse con la noche."

A voz en cuello, Mario Benedetti




Volvamos, por favor...

Los Reyes se van y el alma vuelve a descansar. Quizás la Navidad es demasiado prosaica; tanto como una vacaciones, sólo que con frío y sin ganar de joder al raso.
Mi cuarto sigue frío y yo sólo quiero volver a encontrarme; sin turrones, sin tepardeos. Añoro mis deberes infinitos. Sólo quiero un poco de Miller y Buckowsky, un poco de griegos y de italianos, un Pavón de jueves de paseo, una noche de peli, besos y edredón. Añoro mis mañanas tontas, quizás. 
Que venga el sol de una vez, y me pille haciendo los deberes.