martes, 17 de noviembre de 2009

El Olmo y su amigo melancólico

«Me siento como una cigüeña.»

El Olmo entorna los ojos. El día ha sido duro, no cabe duda; sin ella, por una vez y por completo, pero con los ojos de un amigo que no paraba de recitar paredes.

«¿Por qué, Olmo?»

«No sé… -su gesto se agota de cerveza –porque vuelo y me poso… vuelo y me poso…»

El amigo le mira y se vuelve a reír. “Tengo que apuntarme eso”, piensa. Él también tiene motivos para descansar; tiene su ella, su tiempo imposible, su silencio incómodo. Y su peso. La lucha continúa, mientras él se empeña en mirar hacia otro lado, hacia adelante. “Qué bonito es el presente, ¿no?”, había dicho Olmo. “Amén”, pensaba él.

«Somos dos artistas descorazonados.»

Olmo no quiere abrir los ojos. El alcohol le sigue dando cuerda; ya no puede ver más allá de las paredes, pero siente cada milímetro de mundo que le baila alrededor. El ficus, la guitarra y las notas de italiano; las tulipas rojas del salón, las gotas de agua sucia empañando la ventana. “Todo son átomos en intercambio”, había dicho en el primer bar, frente a un millón de cacahuetes y las primeras cerveza.

Y frente al agua; esa extraña plaga de un país acanalado, plano y húmedo, evocador, pero frío y solitario.

«Este pueblo es increíble, Olmo.»

El amigo melancólico piensa en canales y un atardecer.

El Olmo duerme ya, o finge hacerlo, mientras Calamaro rompe el silencio con sus crímenes perfectos.