lunes, 28 de enero de 2008

La venda y lo de fuera

Es difícil caminar, cuando una venda te cubre los ojos. Es difícil y duele, aunque ya sabemos que caminar así es lo único que toca, mutilados como estamos por la puta verdad. Así que seguimos, caminamos y caminamos, paso por paso, que es la única manera de que sigan pasando cosas a nuestro alrededor. Tú no las ves, porque sigues vendado, pero las hueles y las oyes, a veces como miel, otras como abejas, sin saber si picarán o si dejarán un poco de aroma con que mojar los labios.
Las tulipas empiezan a lucir y me duelen los ojos. La venda no se cae, nunca lo hará, y quizás por eso la luz y las tulipas se hagan más insoportables. No veo, pero puedo sentir, en la punta de los ojos. La ciudad es grande, mucho; es muy grande y muy bonita, pero siempre hay gente dispuesta a dar la vida por darme un empujón y enviarme al olvido. Demasiados sueños, todos juntos; todos, por juntos, imposibles.
El mío me acuna en mi rincón, esperando a que alguien venga desde fuera para darme el empujón. Alguien a quien no conozco, alguien a quien nunca podrá ver. Pero le huelo, o creo hacerlo, y por eso caminar con esta venda sigue haciéndose demasiado doloroso. Y por eso necesito olvidarme de una vez de esta venda blanca que me para los pies.
‘Me queda el olor’, me digo. Sí, el olor y el tacto. Y sonrío como un niño cuando recupero las ganas de vivir como un ciego y de ver con los dientes, como antes; en realidad, como siempre. Sonrío con el cacto de sus pechos, de sus labios. Entonces nadie puede recordarme la dichosa venda. Sonrío y juego con el olor a cerveza, con el sonido de la risa floja. Sonrío incluso, con las sombras que veo a través de la venda, creyendo leer su verdad, esa que me está negada. Pero yo sonrío con el gesto confiado de quien conoce el secreto del otro lado de las vendas. Sonrío, como todos, o como muchos, simplemente, cuando aprendo a vivir con mi venda, que al fin y al cabo sólo cubre una de las cinco heridas con las que puedo ver el mundo.