lunes, 1 de junio de 2009

Abrir los ojos, que ya es hora

Y ver al sol meloso desplumando las aceras. ¿Serán las diez? Lo mismo da. La liga se ha acabado y el tiempo es sólo un campo yermo y sin semillas, un solar infinito esperando a que yo sea quien agarre la azada. Pero la verdad, siempre fui perezoso para esto de la siembra. O no lo fui, pero el pasado es ya un perfecto pretérito al que no acabo de conocer, como aquel futuro; un ayer de nebulosa granizado entre mis manos. Aquel pasado se fue, o nunca estuvo; y eso qué más da, delante de este yermo campo infinito. El caso es mirar al espejo y ver las manos vacías, los ojos negros y los dientes blancos, doloridos de no morder.

Las aceras están llenas de butrones. Uno se pasa el día de salto en salto, haciendo equilibrios para no caer hasta llegar a casa. Entonces sí; te caes y te encoges, escondes la cabeza y lloras una vida para ti, entre los cientos de miles de almas que nunca jamás merecerán la pena. El teléfono suena y la risa parece de verdad; la cerveza derrama tempestades, y hasta los dulces de leche de todas las edades llegan desde lejos para hacer que pierdas la cabeza por un rato. Sólo entonces llenas la mente de olores frescos, y sólo eso merece la pena el rato de palabras blandas y pensamientos de mentira.

Uno es más feliz cuando hace las paces con la mentira.

La vida sigue. Ahora toca caminar.