domingo, 28 de octubre de 2007

Paseando en el retrato...

Una noche, una chica le dijo a su novio que estaba embarazada y éste le confesó que llevaba un año casado, que su mujer vivía en Alemania y que estaba deseando pagarse el billete de avión hasta Munich para empezar una nueva vida. La chica lloró y el chico salió corriendo. Yo decidí que aquella chica había muerto de pena unas horas más tarde, y que el chico no quería una nueva vida, sino más bien todo lo contrario.
Otro día, también de noche, un chico iba con amigos y se encontró con otros dos amigos. Los otros amigos, cuando vieron a su amigo, separaron sus cuerpos medio metro y fingieron ser sólo amigos delante del amigo que no sabía de amores entre amigos de litrona y vestuario. Unos metros más tarde, se cruzaron con tres nazis que también eran amigos, y volvieron a fingir amistad, igual que con su amigo, pero esta vez sin levantar la cabeza, porque los nazis no eran amigos suyos. Aquel día también pensé que aquellos dos amigos debieron morir de pena unas horas después; pero la noche pasó y recordé que ni Romeo ni Julieta habían vivido en Madrid, y no conocían cientos de calles donde mendigarse el amor el uno sobre el otro, disfrazados de amigos.
Nunca pensé que esta ciudad pudiera esconder cada día tantas historias, tantas alegrías y tristezas, tantas almas errantes y sin vida, tantas desgracias, amores y odios, héroes y villanos de escalera y bajopuente. Un mundo, sí. Madrid es un planeta de mundos y de vidas donde tú te construyes tu propio mundo. Un mundo, sí, con un submundo llamado metro.
Un día cogí el metro para ir a una fiesta y el amor debió seguirme, porque lo encontré frente a mí como en un teatrillo nómada, a lo García Lorca. Nada más entrar en la estación, unos novios se regalaban besos y te quieros mientras esperaban que llegara el tren hacia cualquier parte. Aunque el tren no les importaba, porque sus besos no tenían prisas y el tiempo estaba parado hasta que llegara el vagón, el que ellos quisieran. Él la decía que estarían siempre juntos, y ella le prometía amor sin alfileres ni botones, cerrado para toda la vida. Entré en el primer vagón y me senté solo. Dejé de escuchar cariños y te quieros, y seguí con el siguiente capítulo de suburbano. Frente a mí, una novia le pedía a su novio una última oportunidad. Él hablaba poco, nervioso; ella no paraba de pedir. “Sólo ha sido una discusión tonta; podemos pasar página y volver a ser felices juntos.”; él no podía mirarla. Hablaba como de perfil, castigado. “No, ya no sirve para nada” y aparentaba una dureza que no tenían ni sus ojos ni sus labios. Me bajé de aquel metro y me volví a subir a otro.
-¿Sabes algo de Alfonso? –preguntaba una amiga a otra amiga que, además, también era exnovia.
-¿Alfonso? Ni idea. Ni sé nada de él ni quiero saberlo. –parecía sincera.
-Joder, Lucía ¡quién te lo iba a decir hace un mes, hija, con lo colgada que seguías!
El amor te da lecciones a cámara rápida, ¿no? O los hombres somos muy tontos o él es muy cabrón.