jueves, 29 de mayo de 2008

la niña graciosa

La niña de los pies descalzos ya sabe lo que es el amor. Eso grande, dice, que se siente y al que no se le puede llevar la contraria. La niña llora, a veces, porque es demasiado pequeña para abrazar, para coger algo tan grande, y lo grande –o lo todo- se resiste a abrazarla a ella, aunque sabe que es la niña lo más pequeño y hermoso que se puede abrazar.
La niña es graciosa porque no es una niña normal. Ni siquiera es niña; tiene ojos, tiene cintura, pechos, carmín…, mueve las caderas como sin querer, lo justo para que los ojos de la calle nunca dejen de aplaudir. Pero la niña se resiste a ser mujer. O soy yo quien se resiste, jugando a despistar al tiempo, al mío y al de ella, que ya no sabe nada de jugar al sol.
La niña graciosa duerme de día. Se despierta entre los libros que deshojo en el café. Me mira, me llama. Un beso, un abrazo entregado a medias con el sueño. La niña se desploma en mí, de amor y somnolencia; abre el cola-cao y se ríe del bostezo. La niña sonríe. Y yo, con ella, no dejo de mirar al mar.
‘Ya no me quieres hacer caso’, dice. Yo vuelvo a sonreír. Mi libro duerme ahora, porque la niña ha dejado ya la almohada y desfila sobre mí con sus pies de princesita. La miro, sin poder parar. La música suena en el salón y sus labios juegan a bailar, apretados uno contra el otro. La niña me mira y sonríe. Se ha ganado un beso. La toco, con cuidado, como si un gesto brusco la pudiera transformar. Mis dedos la tocan, fríos, y se aparta traviesa. Otro beso, otra sonrisa. Por ahora, deja de jugar.