jueves, 1 de mayo de 2008

Literatura - Madame Bovary, la bella y sucia tragedia

Uno no puede evitar mirarla a los ojos. Es imposible. Imposible y cruel. Emma se desnuda de página en página, como una muñequita obligada al pose, y las llagas de la vida se van derramando por su cuerpo, hermoso, blanco, francés.
Emma parece dormir, pero casi no respira. Hubiera querido ser buena, como tocaba, como le enseñaron las monjas de Ruán, entre novela y novela. Hubiera querido ser otra, ser distinta, poder elegir su ramo de flores, poder decir hola y adiós, cada día a una hora diferente. Aunque uno sabe que nada, así, hubiera sido distinto.
En el piso de abajo descansa su marido. Monsieur Bovary fuma en su butaca después de otro día de trabajo. Él respira casi por los dos. Él vive, en su trajín y su poco más. Su mujer es hermosa y buena y él está profundamente enamorado. Y mientras, uno no pueda evitar mirarle a los ojos, con lástima.
Madame Bovary es un réquiem al romanticismo. Por eso Emma llora y llora su desgracia, su maldad, su absurdo absentismo de la vida que le toca. Llora una vida y no un amor, porque eso ya lo sabe fracasado. Y uno no puede evitar mirarla a los ojos.
Porque Flaubert escribió una historia plagada de ser humano, plagada de mujer y de hombre, en su desgracia, a la que uno no puede evitar amar en su desprecio. De ello, quizás, está escrito el mundo; y más allá, nosotros mismos.

“Antes de casarse, ella había creído estar enamorada, pero como la felicidad resultante de este amor no había llegado, debía de haberse equivocado, pensaba, y Emma trataba de saber lo que significaban en la vida las palabras felicidad, pasión, embriaguez, que tan hermosas le había parecido en los libros.”

Tengo la intuición de que Flaubert sólo quería tocar los huevos. Y lo hizo. Liberó su pluma de románticos tópicos y acabó dibujando a un ser humano sufriente y demoledor, herido e hiriente, que removía las conciencias y los escrotos de la Francia palaciega; esa gran ‘nueva nación’ que prefería dibujar marsellesas destetadas que mirarle a los ojos a su propia concubina, la de casa, la de la blusa cerrada.
Madame Bovary tuvo la genialidad de existir cuando nadie podía soportarlo. Su autor era un rico venido a enfermo, y por lo tanto cada vez más pobre. Flaubert gastó su madurez en lamentaciones y querellas contra el mundo, con lo que su venganza siempre estuvo al acecho de la prosa genial. En 1857 se publicó la novela, la primera que escribía el autor y la única que quedaría para lo eterno. Emma Bovary, una hermosa joven de la burguesía normanda despreciaba su vida en una existencia carcomida entre el amor mal-llevado y las novelas mal-intencionadas; un Quijote triste y glamoroso, directo a la conciencia francesa. El libro costó al autor un proceso judicial por ‘inmoralidad’, del que salió absuelto y glorioso. Poco después, Madame Bovary sería la novela más importante de su generación.
Hoy es sólo un clásico, quizás uno más. Miles de letras templadas, pausadas y saboreadas, con la cadencia lenta que la condenan del lector del siglo XXI, pero que la elevan al amor de los locos de la belleza en libro, en horas, en ese poco a poco dulce y casi eterno. Una obra, un arte, un libro para saborear, para sufrir y hasta para odiar.
Bon apétit.