martes, 8 de abril de 2008

El segundo viaje del exiliado

El exiliado llega en silencio, por no molestar. Sabe que es pequeño, que no huele al trajín ni al vino, que duerme cuando los demás están añorando las horas dormidas. Sabe que sus pasos ni siquiera suenan igual y que aquellos caminos que ahora reencuentra guardan unos barros demasiado lejanos.
Ya no le gusta el olor. Le pica. Su nariz ratonea porque le siguen colando oleadas de recuerdos. Cierra los ojos, y el tiempo se va, como si el viento y la lluvia no se lo hubieran llevado.
‘El tiempo aquí no significa lo mismo’. El exiliado se para, se calla y se mira. Abre la boca. El mundo pasa ante sus ojos con aparente trajín. Pero él no se fía. Sabe que es un mundo de mentirijillas, de esos teatrillos sin querer, que van y vienen porque el tiempo no les deja sacarle las orejas a un sol que se esconde. Es un mundo de abuelitos y recreos, lo demás, en realidad, él ya sabe que no está pasando.
Un día el exiliado también corrió por esas calles de teatrillo ambulante. También tuvo su trajín, su algo que hacer a pesar del sol y los abuelitos. También olió a vino y humo, y sus pasos echaron el ancla por los mismos barros que ahora no quiere mirar.
El exiliado coge su maleta y llora, sin tristeza, sólo por el tiempo. ‘Nací extranjero’. Y comienza a llover.