Qué decir de veinticinco años… o de diez, del último, o qué contar de hoy, que luce el sol y está lloviendo. Quizás la vida sea eso, ¿no?; salir mojado por las calles y jugar por las aceras a buscar el sol. Mirar a los viejos caminar sin cadencia, pausados, cabizbajos. Ellos también cumplieron veinticinco, con más dificultad y menos tiempo de aventuras; y seguramente, ellos tampoco supieron qué pensar de la mitad de un medio siglo entre el afán, la rabia y la pereza, entre el sol y el agua; de camino a alguna parte y esperando aún, con el miedo del viajero que entregó su fortuna a un billete de estación.
Cuando era un chico con granos en la cara, sólo quería ser mayor. Tener veinticinco, como los chicos de la tele, que curran, gastan, follan y se ríen sin parar. Beber cerveza en el salón, conducir mi coche, sentado a la izquierda de una chica que se ríe y me da besitos en el cuello. Veinticinco… me imaginaba en una cabina del Bernabeu, dando voces a ritmo de gol, cantando copas, ligas; sudando lo justo y llenando la cartera para dar de comer al gato, que esperaba en el salón. Cuando era un chico con granos en la cara, jugaba al fútbol, bebía vino amargo y soñaba con la vida, con miles de vidas, sin saber que veinticinco es sólo un mojón en medio de la nada.
Qué me queda hoy de aquellos granos… qué sueños, qué ilusión… sigo de camino a todo, pero con todo por la espalda. El tiempo me ha aprendido, a fuego, a golpe de exclamación. El chico de los granos tiene un armario lleno de libros; va al teatro una vez al mes y ha cambiado el punk por los limpios acordes de Dire Straits. El mundo le ha cambiado, le ha mecido, golpeado, aplaudido y masturbado. El chico tiene coche y cervezas, es periodista y sabe lo que es el amor, y sabe hacer el amor. Pero el chico sigue caminando con la boca sembrada de sueños. Sueños distintos; sueños de tintas, de sillón, de copa, de papel cargado de firmas y de la niña que se ríe y me da besitos en el cuello. Los años me han cambiado, aún a medio paso, entre el ahora y el siempre. Pero tengo veinticinco, y el tiempo pasado, que no existe, es lo único que sé que nunca cambiará.
Cuando era un chico con granos en la cara, sólo quería ser mayor. Tener veinticinco, como los chicos de la tele, que curran, gastan, follan y se ríen sin parar. Beber cerveza en el salón, conducir mi coche, sentado a la izquierda de una chica que se ríe y me da besitos en el cuello. Veinticinco… me imaginaba en una cabina del Bernabeu, dando voces a ritmo de gol, cantando copas, ligas; sudando lo justo y llenando la cartera para dar de comer al gato, que esperaba en el salón. Cuando era un chico con granos en la cara, jugaba al fútbol, bebía vino amargo y soñaba con la vida, con miles de vidas, sin saber que veinticinco es sólo un mojón en medio de la nada.
Qué me queda hoy de aquellos granos… qué sueños, qué ilusión… sigo de camino a todo, pero con todo por la espalda. El tiempo me ha aprendido, a fuego, a golpe de exclamación. El chico de los granos tiene un armario lleno de libros; va al teatro una vez al mes y ha cambiado el punk por los limpios acordes de Dire Straits. El mundo le ha cambiado, le ha mecido, golpeado, aplaudido y masturbado. El chico tiene coche y cervezas, es periodista y sabe lo que es el amor, y sabe hacer el amor. Pero el chico sigue caminando con la boca sembrada de sueños. Sueños distintos; sueños de tintas, de sillón, de copa, de papel cargado de firmas y de la niña que se ríe y me da besitos en el cuello. Los años me han cambiado, aún a medio paso, entre el ahora y el siempre. Pero tengo veinticinco, y el tiempo pasado, que no existe, es lo único que sé que nunca cambiará.