jueves, 1 de octubre de 2009

‘Inglourious Basterds’ – malditos genios…

La luz se apaga y la música enciende los ojos del espectador. ‘Es él, piensa’; el aire se perfuma con esa fantasía bastarda, esa burbuja tarantina. Un compás y decenas de rótulos, en rojo sobre negro; un aire musical entre francés y midle-west. ‘Es él, ahí está’, piensa el chico de la butaca, ‘no cabe duda’. Porque a Tarantino es fácil esperarle.

Uno lo imagina feliz y colocado, sobre un sillón, esbozando una sonrisa de cabrón con suerte, mientras juega con su cámara a la Segunda Guerra Mundial. Él ordena su teatrillo y dibuja personajes como sutiles caricaturas de un mundo fantasmal y divertido, a partes iguales.

Un francés enorme y pobre, un digno héroe para todos, salvo para el genio que monta el espectáculo. Veinte minutos de cine en grande. Una lágrima y se acabó; el revolver dicta de nuevo, vida o muerte. El salvaje Tarantino vuelve a cabalgar.

Brad Pitt masculla un terrible acento yanqui. Juega a matar y arrancar cabelleras. Se divierte ordenando y dando muerte; extrema y cómica, un clásico del autor. Pero ni Brad es importante, cuando la historia del mundo –el de Tarantino, claro- depende de un hombre y una mujer. Un alemán soberbio, espectacular. Una francesa épica, a la altura de Uma Thurman, pero con la cara angelical de una parisina sin voz grave. Ambos juegan con la historia del mundo, para volarla por los aires. Tarantino se cisca en el 41’ y sale indemne; palabra de genio, no se diga más.

El chico de la butaca se ha divertido y se marcha del cine reviviendo el espectáculo. ‘¡Qué espectáculo!’, piensa; ‘¡maldito bastardo!’