martes, 13 de noviembre de 2007

Así comienza mi retrato

Sabía que eran las seis de la tarde. Lo sabía, como todo, pero no le daba demasiada importancia. Era la hora elegida para aquel momento, y nada más. El reloj de la torre giraba a lo lejos, moviendo a toda la ciudad. Era la Puerta del Sol, desde arriba, desde donde todo se ve sin ser visto. El aire corría frío, ya sin la estufa de un día que se marchaba, como todos. Las agujas de aquel reloj montaban su función y el mundo giraba alrededor del tiempo, como cada día, como siempre.
Aquellas seis de la tarde eran para él. Era el momento, simplemente, el instante de hacerse necesario. Alguien había matado al tiempo y necesitaba hablar con él. Sabía que debía estar allí, con él; sabía que estaría allí, como siempre lo había estado. Sabía que alguien se había escapado del mundo, y sabía quién era ese caminante desterrado por sí mismo. Tenía que buscarlo y hablar con él. Sí, sabía donde encontrarlo. Lo sabía, como todo.
La azotea miraba a un otoño suave y nostálgico. Los tejados de Madrid escalaban unos sobre otros, como siempre lo habían hecho durante cientos de otoños tardíos como aquel. Le gustaba mirar desde allí. Mirar los nidos de teja en teja, donde nadie los encontraría; mirar a ese otro mundo que caminaba con prisas por el suelo. Qué pequeños se veían todos esos hombres. Tan pequeños que todos eran iguales desde un tejado de Madrid. Y sin embargo, qué grandiosos y especiales se imaginaban desde más abajo.
El aire corría frío, pero a él no le importaba. Se sentía bien mirando al mundo en plena función, maquinando al ritmo de un reloj inerte, al se había entregado el mando de la ciudad, por orden del bien común. Desde la Mayor subía el olor a castañas, tan dulce, tan añejo, tan familiar para todas las generaciones. Una niña pedía un cucurucho, mientras la madre sudaba en su chaqueta de entretiempo. Desde Arenal se escuchaban los gritos de las loteras vendiendo ilusión, por mandato divino de las Navidades venideras. Los negros vendían discos-pirata, los pobres pedían monedas a cambio de conciencia e inocencia, los menos tocaban para el público de los billetes en el bolsillo, para el visitante que cumplía con su papel a golpe de cámara de fotos y billetera.
Toda la ciudad caminaba su vida diaria, tan armónica, tan extraña, tan especial como siempre, mientras él pensaba en aquellas seis de la tarde en que el tiempo le había elegido.