miércoles, 27 de junio de 2012

Amor y sexo, en verso

(En realidad no quiero a otra
te quiero a ti en todas ellas
y a todas ellas en ti
cuando nos metamos en la cama)

Autócratas (Miguel Martorell)

domingo, 17 de junio de 2012

Dulce mañanero


Cada día le costaba más esfuerzo levantarse temprano. Pero lo hacía. A las siete y media sonaba el despertador, violento, sobre la mesilla de noche de Alicia. Ella siempre tardaba entre diez y quince segundos en apagarlo –eternos golpes de campana sobre mente dormida. –Javier rodaba hasta la mitad del colchón y besaba la mejilla de ella, siempre la izquierda. Ella giraba a su vez y se enfundaba entre sus brazos. Ternura, calor; liturgia mañanera de una intimidad.

Después solía preparar el desayuno mientras ella se duchaba, se vestía y se daba el color y brillo de todas las mañanas. Café con leche y tostadas, sin alardes;  zumo de naranja, los días de fiesta. Desayunaban y ella decía adiós, con un beso breve en los labios, y él se hacía con el relevo del cuarto de baño.

Alicia caminaba, entonces, con una leve satisfacción de vivir en un minúsculo y breve equilibrio. El abrazo, el baño, las cremas, el café con leche y la mermelada, el beso, el ‘adiós cariño’, con una caricia de piel como sin darse cuenta. Dejaba atrás una mañana que creía controlar con elegancia. Una leve sonrisa, una pequeña victoria, la última, quizás.

A Javier, sin embargo, le costaba. Madrugaba cada día para ser pareja por un rato; sin pensar, sin hablar apenas. Aquella liturgia de hogar y caricias era un ratito de amor impagable, casi el único de todo el día. Mecánico, sí, pero cálido y primario, sin forzar las palabras en un cuento en el que uno de los dos no acababa de creer.

Aquellas siete y media merecían la pena simplemente porque eran de los dos, sin aderezos, y ya nadie tenía que inventarlas.

Después, nada. Él y su ducha de diez minutos al compás del calor de hogar urbano; él y su visita a la web, al mundo de allá, donde las cosas no dejaban nunca de atropellarse. Palabras de un teclado. Tweet. Una sonrisa por alguien que cree conocerle. Vanidad.



jueves, 24 de mayo de 2012

Retrato de un moribundo

David decide morir. Su vida ha sido corta y rápida, lo bastante intensa como para sentirse un hombre afortunado; tiene un trabajo cómodo como profesor de Literatura y una relación estable con la mujer más maravillosa que jamás ha conocido. Pero eso no es suficiente. Necesita sentir las pasiones que ha devorado en los libros durante su adolescencia, y que sólo es capaz de experimentar en sus propios escritos. David ha vivido en una búsqueda continua, un juego que comenzó en la pubertad junto a su extraño amigo Sancho y que termina con una derrota personal que tratará de expresar, una última vez, frente a un tablero de ajedrez, con sus propios recuerdos.


miércoles, 9 de mayo de 2012

viernes, 27 de abril de 2012

Vino en el comedor


Viernes, tres de la tarde, calle del Pez, bajando a la derecha. 

El salón de La Mucca bulle de vida con su menú del día de diez euros con noventa. Dicen que es víspera de puente y eso se nota en las mesas, hoy un poquito más anchas. Los clientes comen y hablan; es viernes, y eso ya es motivo de satisfacción. Bajando a la izquierda, una pareja habla, alto, claro; la chica se deja oír porque tiene ganas de decir su nombre, de tener una cara en los demás; el chico la mira y bebe; tranquilo en su sillín, espera.

Ella se llama Lorena y escribe novelas por amor y profesión. Él es Javier, bilbaíno con careta de italiano, alto y delgado. También escribe libros, pero las letras no le dan para final de mes; por eso es periodista, porque ya no hay marcha atrás. 

Javier y Lorena beben vino porque sí, porque es tarde de viernes y la noche no les daba para más. Se comen sin quererse, a ratos, a bocaos… él le dice que está loca, porque se acaban de conocer; ella se levanta y le besa, le insulta, se ríe, y vuelta a empezar. 

Son las tres y media bajo la calle del Pez. En Madrid comienza un puente.


viernes, 20 de abril de 2012

La derrota, por el perdedor


Lucas tiene 20 años y tiene miedo. Como todos, sólo que tú no tienes 20 años y los fantasmas de Lucas te suenan a película infantil con un final que ya te esperas. ‘Fantasmas’; así lo habrías llamado tú cuando tenías 20 años; solo que ahora, con suerte para Lucas, lo llamarás ‘primer amor desorbitado’.

Él llora, como hiciste tú; intenta velar sus lágrimas mientras puede, mientras no sea ridículo seguir pareciendo un hombretón cuando no es más que un niño sin reyes magos.

Tú miras y piensas. No quieres herir, descargar verdades. Lo llamas piedad, aunque sabes que en el fondo es sólo una forma de no acabar discutiendo con un rival muy débil, al que tratas de acunar.

Le hablas, le ríes; hablas de mujeres y de vida, de años locos, de alcohol… el gin-tonic siempre ayuda en momentos de ironía. Le dices lo que sabes y le cuentas que una vez tú también tuviste 20 años y demasiadas lágrimas que avergonzar. Él mira fijamente. No cree; tampoco quiere.

Le cuentas una historia de 22, de 25; una lista de naufragios con ardores en la sangre. Eso es lo que quiere, y lo que no puede creer. Cambiar su almohada por alguna princesa de cuento que se deje tocar las mejillas que el dorso de la mano. De eso habrá, tú no tienes dudas. Habrá.

Después habrá domingos y un teléfono en la habitación; la lluvia cae de canto a través de la ventana. Aburrimiento. Tendrás otros ojos, o ella los tendrá. Otra llamada en el teléfono, otra sonrisa a la que quieras conquistar. Querrás, seguro; la culpa y la vida, o el sofá. Y tendrás que decidir.

Quizás tengas suerte y se acabe rápido, casi sin avisar. Y después más. Después dos ojos verdes que sólo quieren comer; comer, tarde y a deshora; una llamada de lunes a las 2; un paseo furtivo y desesperado; una cama, un salón; sus piernas y calor, media hora de calor entre unas sábanas de nadie. Y un adiós, casi sin dolor.

Y después, más humedades. Alguna sonrisa se hará perfecta y eterna, algo que no vean los demás. Entonces volveremos a empezar.

Lucas tiene 20 años, y llora.



viernes, 13 de abril de 2012

Normandía, 68 años de distancia


La mañana se vestía de lluvia. Un manto leve e inevitable, una especie de telón de cielo gris que se confundía a lo lejos con el mar de La Mancha, sin divisiones. Normandía se había levantado con su ropa de todos los domingos.

Bajar del coche y caminar era ya empezar a cruzar fronteras. No la del pasado, con la que uno ya cuenta en un cementerio, sino la de los kilómetros y las naciones. Aquello ya no era Francia y sus tejados de piedra negra; sino América, la del norte, con sus barras y estrellas cubiertas por las tumbas y medallas de sus héroes muertos.

Había muchos allí, bajo la tierra. Héroes y leyenda, la de un desembarco dibujado a máquina, delineado para el paseante. A la derecha, Omaha y su oleaje, las arenas donde cayeron mil quinientos soldados aliados. A la izquierda, el responso, una perfecta llanura horadada por cientos de cruces perfectas sobre el perfecto césped de muchas memorias.

Llevé mis pasos un poco más allá, frente a las tumbas, junto al monumento que enguindaba un pastel de pura solemnidad. Allí, bajo un bronce oscuro, cincuenta ancianos respiraban con sobriedad bajo cincuenta paraguas americanos. Alguno se erguía firme, con la mano recta sobre la frente; los más, puño en pecho susurraban la letra de un himno que temblaba desde alguna megafonía. ‘Barras y estrellas’. Terminó la música y cayeron lágrimas, justo en el momento en el que una trompeta sonaba en alguna estudiada lejanía, ‘Toque de silencio’, memoria, más lágrimas.

Salí de aquellas cruces con la memoria y el silencio. Pensaba en aquellos años cuarenta que cambiaron al mundo; pensaba en héroes y víctimas, y en sangre, litros empapados por aquel rocío tan normando e infinito. Me había calado de recuerdo, de uno ajeno, y casi no sabía cómo explicármelo. Era, quizás, la historia en libros y profesores; o el cine, o aquella liturgia ceremonial y solemne tan bien calculada. 

Arranqué el coche y volví a los tejados negros de la Normandía.


martes, 3 de abril de 2012

Unos pasos hasta aquí


Ya que he vuelto, y por una vez, no quiero mentir.

He estado fuera muchas veces, he estado dentro, pocas, lo justo para saber que estaba haciendo un buen trabajo y que algún día podría volver a mirarme a las tripas. Y estoy aquí, por fin, mentón arriba y mejillas blancas, tibias. Aquí estoy, al menos por ahora.

Lo bonito en estos casos, lo estético, sería decir que me estuve buscando a mí mismo por algún lugar desorbitado. Menuda  estupidez.  Como si alguien tuviera en realidad ganas de encontrarse, o como si uno fuera un tesoro pequeño y especial que está esperando a que lo saquen a la luz de un mundo que no puede dejar de esperarlo, siempre todo tan especial. En fin, que en otros tiempos, y con otros dineros, lo suyo sería empezar diciendo que me marché a la India para hacer las paces con el ser humano, o alguna otra memez de hijo de papá, todo muy decadente.

Pero no. Ha pasado el tiempo y no he hecho otra cosa que vivir, más o menos como todos. Busqué un trabajo lleno de pelotas y al final lo encontré, con sudor, con suciedades, pero con un micro y una firma, todo muy legal. Paso uno.

Busqué una chica y a encontré. Mentira, porque nunca la estuve buscando, no entonces; la busqué después, cuando la encontré, y me transformé después, porque debía ser mejor que nunca para poder conquistarla. Creo que allí me quedé, sí…, en aquel ‘érase una vez’, en el mejor cuento de mi vida. Aquello sí fue de colores, estético. Paso dos.

El paso tercero vino casi sin querer, sin esperarlo. Uno está una tarde pensando en volver a escribir vanidades, y llega al buzón una carta con un contrato. ‘Vas a publicar’, te lo dicen y no te lo crees, por supuesto. Aquello tampoco es tan perfecto, porque no eres nadie; porque además ya has vuelto a tu manera y te importan más tus nuevas palabras que las de antes, a las que en cierto modo desprecias porque nunca volverán. Y luego la palabra ‘escritor’, tan grande, tan lejos, no… eso no, ahora.

Y paso a paso uno acaba por saber que nunca se entiende nada, por mucho que aprenda, que envejezca, por mucho que sepa que sigue algún tipo de camino. Aprende los clichés, aprende a saber que la gente es gente, de tal o cual forma, y que pocas veces es capaz de sorprenderte. Pero, ¿y tú?

Tú caminas y vives, muy intensamente, como puedes. Sientes calor y frío, ansiedad. El tiempo se derrama siempre de la misma manera, a golpes, a sorbidos, pero siempre igual de pesado, cada cierto tiempo. El tiempo.

El tiempo lo es todo, porque a veces es sólo como llamo a un gin-tonic recalentado a las tres de la mañana, o un café bajo la Acrópolis, con hielo y madalena. El tiempo sigue siendo una melena rubia –o sin colores-, unos ojos llorando por algo que ya conoces y que no puedes contar porque sigue siendo doloroso; el tiempo es a veces un calor intenso; calor en forma de llamada, de washap, ardor, mareo, un picor de estómago por unas palabras. Me encantan las palabras. Aunque a veces, no las entiendo.

Ya me he liado un poco. Pero hoy, por una vez, creo que no he mentido demasiado.