domingo, 17 de junio de 2012

Dulce mañanero


Cada día le costaba más esfuerzo levantarse temprano. Pero lo hacía. A las siete y media sonaba el despertador, violento, sobre la mesilla de noche de Alicia. Ella siempre tardaba entre diez y quince segundos en apagarlo –eternos golpes de campana sobre mente dormida. –Javier rodaba hasta la mitad del colchón y besaba la mejilla de ella, siempre la izquierda. Ella giraba a su vez y se enfundaba entre sus brazos. Ternura, calor; liturgia mañanera de una intimidad.

Después solía preparar el desayuno mientras ella se duchaba, se vestía y se daba el color y brillo de todas las mañanas. Café con leche y tostadas, sin alardes;  zumo de naranja, los días de fiesta. Desayunaban y ella decía adiós, con un beso breve en los labios, y él se hacía con el relevo del cuarto de baño.

Alicia caminaba, entonces, con una leve satisfacción de vivir en un minúsculo y breve equilibrio. El abrazo, el baño, las cremas, el café con leche y la mermelada, el beso, el ‘adiós cariño’, con una caricia de piel como sin darse cuenta. Dejaba atrás una mañana que creía controlar con elegancia. Una leve sonrisa, una pequeña victoria, la última, quizás.

A Javier, sin embargo, le costaba. Madrugaba cada día para ser pareja por un rato; sin pensar, sin hablar apenas. Aquella liturgia de hogar y caricias era un ratito de amor impagable, casi el único de todo el día. Mecánico, sí, pero cálido y primario, sin forzar las palabras en un cuento en el que uno de los dos no acababa de creer.

Aquellas siete y media merecían la pena simplemente porque eran de los dos, sin aderezos, y ya nadie tenía que inventarlas.

Después, nada. Él y su ducha de diez minutos al compás del calor de hogar urbano; él y su visita a la web, al mundo de allá, donde las cosas no dejaban nunca de atropellarse. Palabras de un teclado. Tweet. Una sonrisa por alguien que cree conocerle. Vanidad.