Cada día le costaba más esfuerzo levantarse
temprano. Pero lo hacía. A las siete y media sonaba el despertador, violento,
sobre la mesilla de noche de Alicia. Ella siempre tardaba entre diez y quince
segundos en apagarlo –eternos golpes de campana sobre mente dormida. –Javier
rodaba hasta la mitad del colchón y besaba la mejilla de ella, siempre la
izquierda. Ella giraba a su vez y se enfundaba entre sus brazos. Ternura,
calor; liturgia mañanera de una intimidad.
Después solía preparar el desayuno mientras ella se
duchaba, se vestía y se daba el color y brillo de todas las mañanas. Café con
leche y tostadas, sin alardes; zumo de
naranja, los días de fiesta. Desayunaban y ella decía adiós, con un beso breve
en los labios, y él se hacía con el relevo del cuarto de baño.
Alicia caminaba, entonces, con una leve satisfacción
de vivir en un minúsculo y breve equilibrio. El abrazo, el baño, las cremas, el
café con leche y la mermelada, el beso, el ‘adiós cariño’, con una caricia de
piel como sin darse cuenta. Dejaba atrás una mañana que creía controlar con
elegancia. Una leve sonrisa, una pequeña victoria, la última, quizás.
A Javier, sin embargo, le costaba. Madrugaba cada
día para ser pareja por un rato; sin pensar, sin hablar apenas. Aquella
liturgia de hogar y caricias era un ratito de amor impagable, casi el único de
todo el día. Mecánico, sí, pero cálido y primario, sin forzar las palabras en
un cuento en el que uno de los dos no acababa de creer.
Aquellas siete y media merecían la pena simplemente
porque eran de los dos, sin aderezos, y ya nadie tenía que inventarlas.
Después, nada. Él y su ducha de diez minutos al
compás del calor de hogar urbano; él y su visita a la web, al mundo de allá,
donde las cosas no dejaban nunca de atropellarse. Palabras de un teclado. Tweet.
Una sonrisa por alguien que cree conocerle. Vanidad.