viernes, 31 de octubre de 2008

El canto del hombre triste

Creían que tendría el corazón alicatado hasta el techo. Al menos fingían creerlo, que es siempre la forma más fácil de calmar los ceños. Uno sólo tenía que hablar, gesticular, aparentar vida detrás de la cara, mientras pasaba el examen mental de los que esperan ver unas gotas bajo el párpado. Pero las gotas no siempre salen. A mí no, al menos; ¿será que soy fuerte?, ¿qué soy un hombre?, ¿el tiempo me ha hecho madurar hasta dejar el alma en hielo? Eso dicen, sí. Quizás por eso de la soledad; de que el lloro es siempre enemigo de las culpas.
La lluvia pesa hasta los huesos, en esta escalera. La calle escapa de sí misma, de las horas negras de un otoño que tenía que llegar. La calle enferma y sin embargo, el hogar parece ahora el peor de los inviernos. Hará frío allá adentro. La luz no existirá. Habrá llamadas llenas de sonrisas y risas cálidas detrás de las paredes. Alcohol. La botella seguirá en el armario, esperando a la decadencia, al bastardo espejo frío de los sentimientos.
La calle me pesa bajo los pies. El hogar está apagado. Debo volver, aunque ya no sé si puedo bailar. Me subo a la loma de un ciprés, y espero. Espero sólo, como de carrerilla. Espero el viento de este día gris. Espero que la lluvia deje de pesar, hasta los huesos. Espero un rato a solas que no quiero tener. Espero la llamada que me cale bajo el párpado, que me saque de un tiesto del que, no sé por qué, ya no puedo escapar. Y llorar, simplemente poder llorar.