jueves, 17 de enero de 2008

La edad y un viejo flexo

Aquella noche supo que se había hecho mayor. Así, de repente, pero sin lugar a las dudas. Lo supo porque no tenía ganas de jugar. Nunca más. Ni de jugar ni de reír por tonterías, sin miedo al ridículo. Ni de luchar por la victoria, ni de premios ni de largos caminos, ni de sexo, si quiera; a partir de entonces dejaría de masturbarse. No tenía ganas ni sentido, ni luz. Daniel se había hecho mayor a los veinte y no tenía nada por lo que dormir, a las tres de la mañana.
Sólo un viejo flexo alimentaba su habitación. La lámpara estaba sin ganas, como él. La radio encendida acunaba la madrugada con baladas de Scorpions. Sobre la mesa un libro, que no quería volver a abrir. Lo habían mandado leer en clase, pero no le gustaba. Hablaba de una mujer triste con vocación de puta; pero una puta del siglo XIX, con sus perlas y corsé, y aquello no le parecía si quiera de buen gusto. Él conocía otro tipo de putas, aquellas que tanto había buscado, pero que ahora no podrían competir si quiera con la soledad de su cuarto.
Pensó en levantarse y caminar por la calle. Le habían regalado una cámara de fotos, pero no la había estrenado todavía. ¿Para qué?, ¿recuerdos? Ni siquiera tenía ganas de viajar, y menos, por las calles de su barrio. ‘Además’, pensó, ‘prefiero el calor de la cama’. Sí, era agradable, o al menos era cómodo y se podía estar allí tumbado casi para toda la vida; mirando al techo, pensando, sintiendo el calor de las sábanas. Las sábanas. A esas alturas ya tendrían su olor, se habían hecho suyas. Si se levantaba y salía de casa, tendría oler aquel aroma al volver a acostarse, y aquello le parecía repugnante. Repugnante y cansado. ‘¿Para qué?’, volvió a pensar.
Siguió mirando al techo durante toda la noche. A las siete escuchó a su madre, que hacía el desayuno. A las ocho no quedaba nadie en casa. Hora de levantarse. A las nueve salió de la cama y se duchó, al fin. Salió a la calle. Tenía un examen a las once, pero le daba igual. Rommell y Eisenhawer podían esperar para otro año; al fin y al cabo, habían muerto. Entró en el metro a las diez y media. Apestaba, pensó. Quizás sería su propio olor, el de la noche muerta bajo un viejo flexo. La ducha no había servido de nada. Daniel tenía veinte años y creía haberse hecho mayor.

1 comentario:

Ana Delgado dijo...

A Daniel le queda mucha juventud por delante. Hay días en los que nos gustaría ser Peter Pan...