miércoles, 23 de septiembre de 2009

Las palabras, el adios y lo demás... cuento triste

A Gabriel nunca le había gustado despedirse. No sabía. Había aprendido a escabullirse sin hacer ruido, entre la gente y la noche, siempre leyendo el momento en el que nadie pudiera arrancarle un ‘lo siento’. Era una táctica que había convertido en rutina de noche y amigos, y en escudo contra algunas lágrimas que nunca nadie pudo contemplar. ‘Mejor así’, se decía siempre; ‘mejor para todos’. Un truco viejo y sencillo; algo, además, con lo que seguir alimentando el misterio.

Pero esta vez no; la estrategia no servía de nada. ‘No puedo hacerlo’, pensaba, con la triste mirada perdida en el punto infinito de su frente. Había colgado el teléfono y se inclinaba ante el papel en blanco, buscando respuesta en unas palabras que aún no podían existir. Esta vez no cabía el camuflaje.

“No puedo más Elena; lo mejor es que no volvamos a vernos”. Lo había pensado y recitado, sólo cinco minutos antes de descolgar el teléfono. Pero había sido imposible. ‘Imposible’. Aquella palabra lo seguía taladrando con crueldad. La cabeza le hervía en deseo y el deseo crecía sin final. ‘¿Por qué?’ Él sabía por qué, pero sus ojos no podían dejar el infinito. Sí, aquel recuerdo, aquellos ojos, aquellos labios, aquel pañuelo saliendo del metro en busca de problemas, en busca de él. Un beso, y muchos más; un aliento que se había hecho demasiado cálido. Un “no” sin ninguna explicación. Un “no” entregado en carne, una apuesta a mayor, a todo o nada, a un futuro en el que seguía confiando y del que su mente no podía escapar, aunque quisiera. ‘Algún día sucederá, algún día’, y por eso, y sólo por eso había dicho ‘no’.

Aquello aún le perseguía por las noches, y por ello no podía decir ‘adios’. “Adios, Elena, adiós”, se decía, mientras pensaba en ‘hasta pronto’. Por eso se le había atragantado aquella despedida de teléfono y balbuceos. ‘No sé hablar con ella’, había pensado. Ahora se inclinaba en el papel, buscando el calor de todo aquello que nunca se dice. Y comenzó a escribir.

“Yo no quiero despedirme, Elena; yo no quiero este adiós…” Levantó la cabeza y miró hacia la cama. “¡Sonia!”, en el teléfono sonaba ‘River’, de Bruce; ‘el jefe’ acababa de cumplir 60 años. Gabriel se levantó e inventó la mejor de sus sonrisas. “Hola cariño, ¿cómo estás?”

Lejos de allí, Elena trataba de habitar en su soledad, recordando al chico que no había sabido decir adiós, convencida de un amor que aún no había comenzado.

4 comentarios:

Alfredo L. Zamora dijo...

Que sepas que desde el viernes pasado a esa forma de irse se le llama 'hacer un Venegas'

Pd.- Gran texto, por cierto

Anónimo dijo...

Bueno, por lo menos de todo esto ha salido algo bueno: el texto y una nueva forma de llamar al escapismo ajjajaja.

Precioso el cuento triste, de verdad

Un beso Houdini

Anónimo dijo...

¿Habitar la soledad? me gusta...

Alfredo L. Zamora dijo...

Hombre, si guille sigue vivo, qué sorpresa!